"En la literatura peruana se registra la percepción del individuo en su indefensión frente al sistema judicial como el desencadenante de una trama que sirve como punto de partida para una indagación que nos deja siempre frente a la idea sancionadora de la justicia y su relación de desequilibrio y prepotencia con respecto al ciudadano común".
I
Como les ocurre y seguramente les ha ocurrido a muchos escritores en el Perú, yo empecé la carrera de derecho pensando vagamente que esta y la de literatura estaban relacionadas o en algún momento del camino lo estarían, no sólo porque en la mayoría de los casos se trata del inevitable cauce académico por el que discurre el torrente de las carreras llamadas de letras, donde se mezclan las filosofías, las literaturas y las leyes, sino porque la abogacía y sus burocráticos afluentes parecen una de las maneras más inofensivas de conciliar el oficio de escritor —del que nadie en su sano juicio piensa vivir— con una forma (¿digna?) de ganarse la vida sin tener que hacer muchos cálculos matemáticos ni esforzarse demasiado en oficios que requieren destreza manual. Ignoro si esta razón mía para estudiar para abogado es más o menos la misma que acicateó a muchos escritores de mi generación, y sobre todo de las anteriores, a zambullirse en aquellas lodosas aguas, pero el caso es que gran número de narradores peruanos se han dedicado en algún momento de su vida a la abogacía o a profesiones orbitales a las leyes —como ocurre, también es cierto, en otros países hispanoamericanos— y así en la literatura nuestra borbotean brillantes ejemplos de cómo los litigios, los juicios, desahucios, trampas, triquiñuelas y miserias de la profesión han inspirado innumerables cuentos y novelas donde los personajes se ven envueltos en alguna de esas pesadillas que con justicia llamamos kafkianas. Sin ir más lejos, recordemos que tres de los escritores peruanos más conocidos, reseñados y leídos de los últimos tiempos, Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique, cursaron estudios de leyes. Y en algún caso esporádico, incluso cometieron abogacía.
En mis años de estudiante de derecho, algunos tan escasos como buenos profesores entendían que la carrera reclamaba de nosotros un conocimiento universal y arborescente tanto de nuestro entorno social como de nuestra tradición literaria. Hablo, en este caso, de nuestro acervo literario occidental pues, en cuanto al derecho se refiere, es en Occidente donde se nutre toda nuestra doctrina jurídica, como bien sabemos.
De manera que a los cursos de filosofía y sociología —con trabajos de campo que muchas veces resultaban asombrosas excursiones al mundo «real» de una sociedad compleja como la peruana— se les unió poco a poco la lectura de textos literarios, novelas y cuentos, en cuyas páginas sorprendíamos gozosamente el discurrir de las leyes y de típicos casos legales brillando en todo su sombrío esplendor: ¿cómo olvidar esa lectura de Crimen y castigo, explicada por nuestro aún juvenil y estiloso profesor Valdivieso, que todo un curso nos fue desmenuzando una a una las fases por las que atraviesa la persona que va a cometer un delito por primera vez —el iter criminis— como le ocurre al desdichado Rodión Románovich Raskólnikov? A partir de entonces, estudiar la hasta ese momento árida «Teoría del delito» se convertía en un ajedrez que agilizaba nuestra comprensión real y cabal de lo que puede ocurrir en la mente de quien se lanza a una carrera delictiva.
Imposible no asomarse a la furiosa e inteligente crítica de Jonathan Swift al sistema legal de su tiempo a través de Los viajes de Gulliver que muchos habíamos leído sin entender del todo, apenas como una entretenida sátira social formulada por uno de los más agudos escritores de su tiempo. Comprendíamos recién entonces lo que, alegóricamente, plantean las diferentes posiciones de filosofía jurídica del mundo y estábamos así mejor preparados para descubrir las fuentes del derecho peruano, cosa que hacíamos con un arcádico entusiasmo de arqueólogos rastreando los vestigios romanos de nuestro corpus legal. Era una delicia entender que los vericuetos abisales por donde se desliza el infortunado señor Josef K., de la inacabada y magistral novela El Proceso, eran muy parecidos a los que acometíamos nosotros en nuestras prácticas de campo, cada vez que asomábamos las narices por los pasillos del Palacio de Justicia u otras lóbregas dependencias judiciales. Quizá por eso en el Perú prospera la idea de que si Kafka en lugar de checo hubiese sido peruano su literatura se consideraría costumbrista... Lo cierto es que, gracias a la lectura de Kafka, aquellos viajes al centro del sistema judicial peruano se enriquecían con el aliño de la reflexión y el gozo de la literatura, de la misma manera que el resquemor al asistir a un delincuente —otro trabajo de campo…— se había atemperado gracias a la oportuna lectura que hiciéramos de Crimen y castigo, y nuestras amargas conjeturas acerca de lo pésimo de nuestro sistema legal quedaban en algo aliviadas por las incisivas observaciones atendidas en la lectura de Swift…
Al fin y al cabo, como propone James Boyd White en Legal Imagination (1985) quizá el arte del abogado es principalmente un trabajo literario, porque implica un gran dominio del lenguaje y entraña aplicar el poder de la imaginación con el corazón de un escritor [1]. El caso es que a las leyes en la literatura peruana llegué yo solito por mi cuenta y riesgo, pues al buenazo del profesor Valdivieso, que dictaba «Teoría pura del Derecho», lo echaron de la universidad porque resultaba demasiado teórico. (O demasiado puro, nunca se supo bien cuáles fueron los cargos). En efecto, para aquel mundo de tinterillos, que es como se les llama en el Perú a los abogados sin título y, por extensión, a quienes hacen del ejercicio de la profesión una práctica fenicia y llena de picaresca, el profesor Valdivieso era una rara avis, un diletante que pretendía alejarnos del accionar terrenal y vívido del derecho y sus recovecos, donde hervía el ardid fulminante o la indigesta dilación de los casos gracias a la interposición de los recursos más estrambóticos. (En cambio, nuestro profesor de literatura en el segundo curso, era un oscuro abogado de Procesal Civil que sabe Dios cómo terminó impartiendo Literatura I y nos enloqueció leyendo durante todo el semestre La Araucana, lo que prueba de manera impecable el principio de Pareto: Pocos de mucho y muchos de poco.
II
Pero gracias al derrelicto profesor Valdivieso, de atildadas maneras y vastos conocimientos, ya estaba bien afianzada en mí esa curiosidad por entrelazar una disciplina con otra, la del derecho, que me parecía estimulante, y la de la literatura, que era absolutamente pasional y a la que también pensaba dedicarme. Y así, mis lecturas de novelas y cuentos peruanos, que recién empezaba a descubrir en toda su magnífica riqueza, fueron pasadas sistemática y casi automáticamente por el tamiz del derecho. Y descubrí que este impregnaba la atmósfera de la literatura nacional cuando no decididamente se incardinaba en ella, reverberaba en sus argumentos, acicateaba las peripecias de los personajes y terminaba por contaminar todo —o casi todo…— como una enredadera voraz en el corpus literario peruano.
Aquello me ocurrió además en un tiempo propicio para tales concatenaciones pues la recientemente recobrada democracia, después de más de una década de dictadura (1968-1980) se tambaleaba en los años ochenta —cuando yo cursaba mis estudios universitarios— no sólo por la fragilidad de sus instituciones y la endeblez de su economía sino por la violenta eclosión de un fenómeno que sumió al país en una larguísima y tenebrosa noche de la que despertamos para encontrarnos de bruces con los sesenta mil cadáveres que produjo aquella década espantosa e infame de nuestra historia: El terrorismo. El feroz asedio de Sendero Luminoso al Estado significó, en otro orden de cosas, la ultra politización de una literatura que siempre había estado pendiente de reelaborar lo que ocurría en una país secularmente injusto y contradictorio. Si ya nuestros mejores escritores habían denunciado aquella situación en décadas pasadas, el tradicional desprecio del Perú occidental por el Perú andino, por ejemplo (como en las novelas y cuentos de José María Arguedas); la pauperización de nuestras clases sociales, como en «Al pie del acantilado» (1964), de Julio Ramón Ribeyro [2], o las condiciones terribles de las cárceles peruanas tal como se cuenta en El sexto (1961), del propio José María Arguedas, o en Los hijos del orden (1973), de Luis Urteaga Cabrera, aún faltaba por explorar nuestros últimos años y ver de qué manera seguía presente la (in)justicia en nuestra literatura.
Naturalmente, y a tenor de los acontecimientos de aquellos terribles años, el tema social de rango más o menos cotidiano, con todo su horror inherente, que subyace en la literatura sobre las leyes y la justicia quedaría sepultado por una descomposición de relieve sobrecogedor nunca antes visto: la literatura de la violencia política. Si en los primeros ejemplos citados —Arguedas, Ribeyro, Urteaga Cabrera— todavía el individuo lucha contra el sistema y el lector puede sentir inmediata empatía por el destino de esos personajes en los que uno intuye su propio destino, en el caso de la literatura relativa a la violencia política, el individuo es engullido por la colisión de dos sistemas que, a grandes rasgos, podrían denominarse el institucional y hegemónico contra el totalitario e iluminado. Así, en la literatura de la violencia política, el individuo parece por momentos desaparecer en la magnitud escalar donde se mueve y las novelas pretenden ser ejercicios corales de representación. Pero también encontramos dentro de este tipo de literatura valiosos intentos por rescatar la figura del individuo en la encrucijada de la violencia política. Ñakay Pacha (1991) de Danto Castro, nos muestra el punto de vista de los subversivos y entreteje a la denuncia del desconocimiento del poblador urbano respecto a lo que ocurre en el mundo andino, el motor argumental de una violación; Alonso Cueto, en La hora azul (2005), nos refiere el traumático descubrimiento que realiza el prestigioso abogado Adrián Ormache respecto al turbio pasado de su padre, oficial de la marina, en relación con la guerra contra Sendero Luminoso. Y Santiago Roncagliolo, en Abril rojo, (2006) bosqueja un retrato paródico del fiscal Félix Chacaltana, que se encuentra en el corazón mismo del terrorismo, Ayacucho, sin comprender exactamente la terrible dimensión de este.
Son sólo tres ejemplos de la mucha y muy variada literatura que se ha encargado de indagar sobre los sombríos años del terrorismo y de la que hay abundante material bibliográfico como recogen la antología de Gustavo Faverón, Toda la sangre (2006), o El cuento peruano en los años de la violencia (2000) de Mark Cox.
III
Por tal motivo quizá, dentro de todo ese inmenso caudal de literatura de la violencia política que empezó a abrirse un espacio altamente representativo en la literatura peruana de las últimas décadas, resulta difícil espigar cuidadosamente aquellos cuentos y novelas que siguen interesados en describir el universo de la justicia al margen de la violencia política, más bien asentada en el quehacer cotidiano de la ciudadanía, esa literatura que registra los muchos giros, casi siempre perjudiciales, de un sistema que hacina presos en las cárceles, corrompe funcionarios, entrampa a ciudadanos desprevenidos en procesos infinitos, vulnera los derechos de los más débiles y protege el de los poderosos, y que ha terminado por arraigar la idea de que la justicia en el Perú es, cuando menos, una broma de mal gusto.
Este, precisamente, creo que es el elemento catalizador que hace que los narradores presten atención al fenómeno: en la literatura peruana se registra la percepción habitual del individuo en su indefensión frente al sistema judicial como el desencadenante de una trama que sirve como excusa para reflexionar sobre una lucha de orden más trascendente. Es decir, no se trata sólo de la peripecia, sino del punto de partida para una indagación ontológica, compleja, que nos deja siempre frente a la idea sancionadora de la justicia y su relación de desequilibrio y prepotencia con respecto al ciudadano común. Es pues una literatura que registra el fracaso del orden social y donde apenas hay cabida para la esperanza de un reordenamiento del mismo.
En nuestra literatura pululan desde jueces corruptos como en el referido «Al pie del acantilado», de Julio Ramón Ribeyro, o paródicos, como el juez Pedro Barreda, en una de las historias de Pedro Camacho, de la vargasllosiana La tía Julia y el escribidor (1977); invencibles tejemanejes legales, como en Garabombo, el invisible (1972) de Manuel Scorza, hasta abogados intrigantes y bufetes que representan una lucha social mucho más enconada y sorda, como en Demonio de Mediodía (1999) de Alonso Cueto.
Teniendo en cuenta los límites de esta breve reflexión, me limitaré a ofrecer algunos apuntes de cuentos y novelas que, en los últimos años, han ido apareciendo paulatinamente, y cuyo tema pivota en torno a la legalidad, los litigios, la vida laboral de los abogados o los seculares atropellos de la justicia y que, como planteaba, han pespuntado no sólo nuestra historia social, sino también el molde literario nacional hasta crear una suerte de canon.
Ahora bien: resulta cuando menos sugerente que sea la vertiente de literatura noir peruana la que, aunque escasa, a menudo se propone como una variante que ingresaría por méritos propios en este subgénero de la literatura y el sistema judicial. Seguramente estas novelas hubiesen sido recogidas en la antología La ley es la Ley de Maruja Barrig (1980) de no ser porque fueron apareciendo años después que el estudio de la socióloga peruana. Y porque, como es necesario insistir, se inscriben de manera natural e inmediata en la corriente de la literatura policial, con lo que resulta difícil descontextualizarlas de un género tan marcado para leerse bajo otra óptica. Pero vale la pena intentar hacerlo.
Así por ejemplo bien se podría contar con El enigma de los cuerpos (1997) y El fondo de las aguas (2006), de Peter Elmore; Acuérdate del escorpión (2010), de Isaac Goldemberg; e incluso ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986), de Mario Vargas Llosa. Añadiremos de paso la novela de Ricardo Sumalavia, Mientras huya el cuerpo (2013), cuya temática también se adscribe al género negro. Lo interesante del caso es que las obras citadas extienden su argumento en mayor o menor medida a través de una cierta atmósfera de denuncia o desencanto social, recogiendo así el testigo de anteriores novelas donde aparecen abogados, jueces, litigios y desahucios.
Ocurre que a menudo encontramos en ellas elementos que nos llevan a pensar en problemas más complejos, en categorizaciones más porosas, abiertas, donde cabe la interpretación política, judicial, social y personal, como los distintos puntos de fuga que permiten configurar un constructo literario más robusto y profundo.
¿Pero no ocurre acaso lo mismo con la propia Abril rojo, del citado Santiago Roncagliolo? ¿No es acaso esta novela también un thriller policíaco, además de una novela adscrita al subgénero de la violencia política? ¿Y qué decir del escalofriante cuento de Fernando Ampuero, «El departamento»? (1982) Este es probablemente uno de los primeros —acaso el primero— en introducir el terrorismo de Sendero Luminoso como elemento narrativo. En la historia galopa un inquietante componente acerca de los absurdos procedimientos legales que se dan en el Perú y a grandes rasgos cuenta el atropello sistemático que sufre un hombre por parte de la policía, al ser confundido con un elemento de Sendero Luminoso. Por muchas denuncias que interponga Mariano Robles y por muchas disculpas ofrecidas el equívoco, los atropellos y las vejaciones continúan hasta su trágico desenlace. Sin embargo, el cuento parece mucho más cercano a «lo judicial» que a lo que reconocemos como literatura de la violencia política.
Finalmente, es necesario mencionar Puñales escondidos (1998) de Pilar Dughi. Se trata de una inteligente novela donde, a diferencia de las demás —en las que se percibe siempre una trascendencia política o de categoría social más amplia que la que la propia trama argumental plantea— aquí no parece existir tal voluntad aunque sí el propósito de establecer el género como modelo de discurso: Fina Artadi es una trabajadora de una entidad bancaria que ve, impotente, cómo otros menos capaces que ella son mejor valorados por la gerencia del banco, desvelando poco a poco la tiranía de las instituciones bancarias, además de asumir otros ámbitos de reflexión más íntimos y que responden a un discurso «más personal», como explicó la escritora en una entrevista concedida en la revista Caretas. Y aunque en esta novela el elemento judicial no es planteado de manera explícita, el lector advierte que subyace a través de esta trama financiera donde también la injusticia, la opresión y la prepotencia son básicamente amparadas por un entramado legal.
CODA
Quizá resulte bastante difícil elucidar exactamente cuáles son los límites que marcan el espacio donde se mueve con claridad este tipo de literatura, toda vez que los cuentos y novelas indicados son —al igual que muchos otros no mencionados aquí por razones de espacio— una suerte de espejismo de la complejidad de la realidad peruana, elementos nodales donde se entrecruza la persistente noción de la justicia, el enervamiento social del ciudadano común, y el escepticismo frente al sistema judicial, tanto como la pesquisa policial y la atmósfera política, enrarecida y brutal, que late allí, como un fondo omnipresente tanto en la vida real como en el registro ficcional del que se han ocupado y se siguen ocupando muchos de los cuentos y novelas que conforman la tradición literaria peruana.
Notas
[1] La obra de Ribeyro, dicho sea de paso, es todo un fresco social sobre el Derecho en la literatura.
[2] Recojo la cita de Jaime Coaguila en su interesante ensayo «¿Es el juez realmente un poeta?».
Kafka en el Perú
(La justicia en la literatura peruana)
Por Jorge Eduardo Benavides / Publicado en Agosto, 2021
ENSAYO