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Arte de leer: fragmentos
Por Peter Elmore    / Publicado en Agosto, 2021

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ENSAYO

"Eric Auerbach y Walter Benjamin mantenían correspondencia y eran amigos. Por temperamento e ideología, el sobrio académico liberal y el bohemio pensador comunista parecen incompatibles, aunque ambos provenían de esa capa de judíos seculares y modernos que tan importante fue para la cultura en lengua alemana".

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“A veces creo que los buenos lectores son cisnes aún más tenebrosos que los buenos autores”, escribió Jorge Luis Borges en el prólogo de Historia universal de la infamia. Por supuesto, no todos los buenos lectores escriben y no todos los críticos son buenos lectores, pero la frase de Borges invita a pensar en esa forma del arte de la lectura que es la crítica. Esta, como el asesinato en el famoso ensayo de Thomas de Quincey, fue en otros tiempos (los del propio de Quincey o Coleridge, ambos críticos muy perspicaces) considerada una de las bellas artes. No es necesario darle ese rango para reconocerla como lo que (no siempre) es: un tipo de escritura creativa.

            T. S. Eliot, el poeta de La tierra baldía y Cuatro cuartetos, llamó “críticos practicantes” a los poetas y novelistas que se ejercitaban no solo en el comentario, el análisis y la evaluación de los textos de otros, sino también en la trama de ese vasto tejido de lecturas que es la tradición literaria. Según René Wellek, que escribió en siete tomos minuciosos una Historia de la crítica moderna, Eliot era de lejos el crítico anglosajón más importante del siglo XX. Para justificar su afirmación, que puede parecer excesiva, Wellek subrayó que Eliot no solo escribió con inteligencia sobre libros y autores, sino que influyó de un modo decisivo en los lectores anglosajones de su tiempo. Contra el consenso anterior, Eliot propuso un canon distinto:  a la “gran tradición” del Milton de Paradise Lost y los románticos como Shelley o Keats la reemplazó con otro linaje, uno que empieza con Dante, pasa por los metafísicos ingleses (los pares ingleses, como John Donne, de los barrocos españoles) y llega a los simbolistas franceses.  

            Pocos han cambiado como Eliot el mapa de las lecturas y la república de las letras. Cambiar la manera de apreciar una obra (por ejemplo, rehabilitar la de Góngora, como hicieron los simbolistas franceses y los poetas de la Generación del 27) no es poca cosa, pero palidece algo ante la tarea de redefinir el canon. Esta última es, pienso, la función más importante y creativa de la crítica: construir en cada generación, desde el presente vivo de las lecturas, la tradición en la cual nos reconocemos. La palabra “tradición”, por lo demás, no tiene por qué hacernos pensar en academias y en gustos conservadores. Los surrealistas rescataron una vertiente muy rica, graciosa y provocadora de la literatura occidental, que André Breton bautizó como “humor negro”. En la Antología del humor negro, de Breton, figuran escritores malditos como el conde de Lautréamont, renovadores de la literatura fantástica como Franz Kafka, y clásicos del siglo XVIII como Jonathan Swift: gran mérito del antologador (y antologar es una de las variedades de la crítica) fue el re-conocimiento de una vertiente subterránea de la ficción moderna. Inventar categorías necesarias y descubrir conexiones es otra de las grandes tareas creativas de la crítica.


II


Por supuesto, no solo los “críticos practicantes” —sean poetas o novelistas—  tienen cosas interesantes que decir. Así, por ejemplo, pienso como muchos otros que el libro de crítica literaria más importante del siglo XX es Mimesis, de Eric Auerbach. Auerbach tuvo que huir de la persecución nazi en 1936 y recaló en Turquía, con su esposa y su hijo, creyendo que Estambul —donde se quedó once años y escribió su obra máxima— sería solamente un lugar de tránsito. Con Ernest Robert Curtius y Leo Spitzer, Auerbach encarnaba lo mejor que podía dar la academia alemana de su tiempo: políglotas brillantes, los tres navegaban con comodidad en las aguas de varias tradiciones y tenían, junto con la capacidad de síntesis, un caudal de erudición que causa asombro.  El subtítulo de Mimesis suena insensato por su audacia: La representación de la realidad en la literatura occidental. Lo más notable es que no se queda corto, porque el autor encontró la estructura perfecta para su obra, que podría haberse perdido en un océano de referencias, títulos y nombres. En su libro, el autor elije veinte fragmentos de textos narrativos y dramáticos que van desde la Odisea  y el Antiguo Testamento hasta Al faro, de Virginia Woolf. A cada uno le dedica un análisis que es siempre iluminador porque, en vez de disecar el texto, nos ayuda a descubrirlo en su contexto y a entenderlo en su complejidad. Mimesis, ese libro que convoca una biblioteca, fue escrito casi sin fuentes secundarias y en diálogo directo con los poemas épicos, dramas y novelas que forman su corpus. La memoria de Auerbach era excelente, pero no podía reemplazar los buenos oficios de una biblioteca bien surtida de revistas especializadas y libros eruditos. Al principio de su tarea, el crítico lamentaba estar tan lejos de la universidad de Marburg y de su propia colección. A la larga, se dio cuenta de que gozaba de una paradójica ventaja, porque de otro modo lo habría abrumado todo el material de investigación. No es que no valga la pena familiarizarse con la crítica sobre un autor o un tema. La moraleja es otra: hay que partir siempre de las obras mismas y entender que la bibliografía secundaria sirve, en todo caso, para prolongar y enriquecer el diálogo con los textos de ficción.


III


Eric Auerbach y Walter Benjamin mantenían correspondencia y eran amigos. Por temperamento e ideología, el sobrio académico liberal y el bohemio pensador comunista parecen incompatibles, aunque ambos provenían de esa capa de judíos seculares y modernos que tan importante fue para la cultura en lengua alemana. Basta pensar en Kafka, Freud, Paul Celan y Joseph Roth, por mencionar ejemplos checos, austriacos y rumanos, para hacerse una idea de las contribuciones de esa comunidad germanoparlante a la Europa Central. Todo documento de civilización es también un documento de barbarie, dijo Benjamin en tiempos de violencia y terror. Él, a diferencia de Auerbach, no sobrevivió la Segunda Guerra Mundial. El ensayo fue el género en que Benjamin ejerció la crítica (también recurrió a la reseña: tiene una sobre, de todos los libros imaginables, La venganza del cóndor, de Ventura García Calderón). Auerbach, que era un catedrático y no un free lancer, publicó monografías y libros. El menos académico es Mimesis, que es un ejercicio de lectura en profundidad (esa me parece la traducción más precisa de close reading). El andamiaje de la crítica erudita es invisible: la construcción misma del libro de Auerbach hace innecesario mostrarlo. Hay una afinidad adicional entre los dos proyectos más ambiciosos de Auerbach y Benjamin: Mimesis y El libro de los pasajes se componen de citas que el autor comenta y conecta. Eso, que parece a primera vista simple, permite crear textos muy diferentes entre sí. Lo que impide la dispersión y crea la unidad de los libros es la existencia de un argumento: una idea central que es también el hilo del relato. En Mimesis, la tesis central es que, desde los poemas homéricos y la palabra bíblica hasta el altomodernismo anglosajón, hay en la cultura occidental un impulso por dar cuenta artísticamente de la existencia —por representar el mundo— no en los términos atemporales del mito, sino de las relaciones entre personas en momentos y lugares concretos: de ahí que, para Auerbach, la forma más precisa de lo real sea la vida cotidiana de la gente común. En El libro de los pasajes, que se resiste al orden lineal, Benjamin quiere ilustrar —es decir, hacer visible— cómo en París, la capital del siglo XIX, los objetos y las personas, convertidos todos en signos y mercancías, funcionan de un modo que solo se puede iluminar a través de una crítica compuesta por imágenes y alegorías organizadas mediante la técnica del montaje. El libro de los pasajes es vasto e inconcluso; Mimesis es también extenso, pero a diferencia del proyecto de Benjamin sí tiene un final. En ninguno la escritura se ajusta a un protocolo conocido y consagrado: la crítica crea su forma.


IV


Formas breves se titula uno de los mejores libros de Ricardo Piglia. Aunque Crítica y ficción o El último lector se leen con provecho, no tienen el brillo y el vuelo de Formas breves, donde confluyen la narración y el análisis, la vida personal y la experiencia de la lectura: se lee lo que se vive, se vive lo que se lee. Ahí, Piglia logra algo que es, a la vez, ensayo y autobiografía, vida hecha ficción y escritura transfigurada en realidad. Eso está también, aumentado pero no superado, en los tres tomos de Los diarios de Emilio Renzi. En todo caso, el uso de uno de los géneros de la escritura del yo para hacer crítica no es un acto de auto-indulgencia, sino una decisión perfectamente legítima para quien se define, ante todo, como escritor. Aun si no hay un impulso autobiográfico evidente, se puede hacer crítica de alto vuelo escribiendo con la propia voz y trazando los rasgos de la propia sensibilidad en el diálogo con las obras de otros. Es lo que hizo Luis Loayza en El sol de Lima. Los breves ensayos ahí reunidos tuvieron una primera vida, efímera y ocasional, en las páginas de alguna publicación periódica. Juntos, exceden largamente la suma de sus partes. La materia del libro es el Perú y sus imágenes. Mejor dicho: las imágenes del Perú como productos de las ficciones (escritas u orales, personales o colectivas, nacionales o extranjeras). Desde Garcilaso como primer escritor nacional, antes incluso de que el Perú se formase como tal, hasta las distorsiones reveladoras de letras de canciones criollas, pasando por una nota que celebra e ilumina “La agonía de Rasu Ñiti”, las lecturas de Loayza revelan al sesgo, en calas inteligentes, la historia de los modos de imaginar (e imaginarse) en un país cuya condición periférica no tiene por qué ser una desventaja. La mejor prueba de eso es la propia persona del escritor: elegante y culto de un modo que no es ni pretende ser elitista o aristocrático, Loayza muestra a lo largo de El sol de Lima su filiación afectiva y su inteligencia crítica.

            Tanto Piglia como Loayza reflexionan sobre el canon literario de sus países. Ser argentino o peruano no es un accidente, sino una seña de identidad.  La identidad, sin embargo, no es algo ya dado de antemano. Tampoco la tradición. De ahí que, en ambos casos, la relectura de obras y autores, la jerarquía de las preferencias y el sentido de las escrituras tengan tanta importancia. A la hora de crearse una genealogía, ambos engendran a sus ancestros. Borges, en “El Sur”, escribe sobre “la discordia de los dos linajes” de Juan Dahlman, el protagonista del mejor de sus cuentos, al menos según el propio juicio del autor. Arlt y Borges forman dos linajes para Piglia, en el que —como dice Renzi en Respiración artificial—, Arlt es el mejor escritor argentino del siglo XX, mientras que Borges (el tiempo cronológico no es lo que importa) ocupa ese lugar en el XIX. Loayza no encuentra padres o abuelos en el siglo XX peruano. Se remonta al tiempo de la Conquista y del coloniaje, al Inca Garcilaso y a Juan Espinoza Medrano, “El Lunarejo”. Los miembros de un linaje no necesariamente se parecen en sus facciones o, en el caso de la literatura, sus estilos. Loayza elige a Garcilaso: el Inca es el primer autor que aparece en el libro y es, también, el primero de los peruanos. Desde la lejanía del expatriado, es el primer peruano que escribe sobre la patria. Lo hace, además, sin un sentimiento de inferioridad o menoscabo. Por eso, no es un autor colonial.  El Lunarejo, que vivió después, sí encarna esa condición, pues se siente excluido y apartado del centro en el cual querría estar: nunca fue a Europa, a diferencia del Inca Garcilaso de la Vega, pero como muchos otros se definió a sí mismo por una distancia que era también un desgarramiento.

V


Mikhail Bakhtin escribió mucho más de lo que publicó. Nada de raro tiene eso, tratándose de un crítico imaginativo y heterodoxo en la Unión Soviética. No fue por culpa de Stalin, sin embargo, que su libro sobre Goethe no vio la luz y se convirtió en humo. Literalmente en humo, porque Bakhtin era un fumador empedernido y en la Segunda Guerra Mundial, sitiado en su ciudad por un cerco nazi, no tenía para armar cigarrillos otro papel que el de su manuscrito. Sabe Dios qué le serviría de tabaco, producto obviamente inhallable.

            Los libros de Bakhtin sobre Rabelais y Dostoievski cambiaron la manera de entender el género de la novela y la obra de esos autores. Puede uno imaginar que algo similar habría sucedido si no hubiera quemado, página por página, el libro sobre Goethe. Después de la guerra, Bakhtin no reescribió ese volumen sobre el autor de Fausto, que aunque vendió su alma al diablo se salvó al final del humo y el fuego del Infierno. A propósito de guerras, en un pasaje de uno de sus ensayos, “Épica y novela”, señala Bakhtin que la novela histórica es casi siempre un relato bélico, como lo era la épica. Esto me lleva a la Iliada y, más específicamente, a un ensayo de la filósofa y activista Simone Weil, “La Iliada, o el poema de la fuerza”. Weil lo escribió en 1940 y lo publicó con un seudónimo, Emile Novis, durante la ocupación nazi de Francia. “La fuerza es aquello que transforma a la persona en cosa”, escribe Weil. “Nada que hayan producido los pueblos de Europa iguala al primer poema que apareció en ellos”, dice al final de su análisis. Ese juicio no es hiperbólico. No en el lúcido texto de Simone Weil, que demuestra la importancia capital de la poesía —sea épica, dramática o lírica— en la creación de un universo moral e imaginativo, de una realidad simbólica que infunde sentido al mundo.  Bakhtin deshojó su manuscrito sobre Goethe porque no quería renunciar a un placer —un vicio, dirán muchos— en tiempos de privación y muerte. Leer a Goethe y escribir sobre él también le había deparado placer, aunque sin duda de otra naturaleza. Por su parte, Weil escribió sobre una guerra arcaica en medio de la guerra más violenta y masiva que la humanidad haya conocido. Esa fue su manera de afirmarse como persona y resistirse a ser reducida a cosa.


VI


El 12 de febrero de 1976, la amistad entre Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez se rompió con el público e imprevisto puñetazo que el autor de Conversación en La Catedral  le propinó al creador de Cien años de soledad. Así, explosivamente y ante las cámaras, terminó una de las mayores complicidades literarias en la historia de la literatura latinoamericana. La ruptura tuvo, entre sus efectos colaterales, la fortuna editorial de García Márquez: Historia de un deicidio (1971), de Mario Vargas Llosa. Por mucho tiempo, Vargas Llosa no consintió que ese libro se volviera a imprimir. Fue una pérdida para los lectores. Historia de un deicidio reapareció en librerías recién en 2006, dentro de las obras completas de Vargas Llosa que editó Galaxia Gutenberg.

            Aunque el objeto declarado de García Márquez: Historia de un deicidio sea la vida y la obra de Gabriel García Márquez hasta fines de la década de 1960, se trata también de un testimonio de parte: la lectura de Vargas Llosa no es menos esclarecedora por ser intensamente personal, al punto de que el libro es una formulación precisa de la poética de Vargas Llosa y de su visión del oficio de escribir.

            Historia de un deicidio no podía abarcar la obra completa de García Márquez, que en 1971 no solo estaba vivo, sino en plena posesión de sus poderes creativos. Historia de un deicidio —que conjuga con felicidad el relato biográfico, la exposición crítica y el impulso programático— abarca solo desde La hojarasca (1955) hasta los cuatro cuentos escritos después de Cien años de soledad, entre los cuales están “Un señor muy viejo con unas alas enormes” y “El ahogado más hermoso del mundo”. Terminadas sus casi setecientas páginas,  uno se queda con las ganas de saber qué habría escrito Vargas Llosa sobre Crónica de una muerte anunciada (1981) o El amor en los tiempos del cólera (1985). De todas maneras, Historia de un deicidio no deja el sabor de los textos incompletos y parciales: eso se debe a que ofrece una imagen totalizadora de la escritura de García Márquez y del linaje de escritores al cual pertenece el autor colombiano.

            En Historia de un deicidio se va mucho más allá del simple catálogo de influencias (las enumero: Faulkner, Hemingway, Virginia Woolf, Rabelais, Borges, las novelas de caballería, la tragedia griega y Las mil y una noches). Vargas Llosa demuestra lo que más de un crítico debería aprender: lee con atención cada una de esas “fuentes”, como las llama, para decir con conocimiento de causa que “sólo sirven para mostrar cómo funciona en la praxis una vocación, para seguir de cerca las combinaciones, usurpaciones, modificaciones e invenciones a través de las cuales se va edificando una realidad ficticia”.

            En la década del 70, la crítica estructuralista francesa había decretado “la muerte del autor”, como reza el título de un muy influyente artículo (o, más bien, manifiesto) de Roland Barthes. Vargas Llosa no hizo caso a los dogmas de la hora, afortunadamente: entre lo mejor de su libro está la primera sección (“La realidad real”), que es un muy ameno, fluido y bien contado relato de la vida y las lecturas de García Márquez. Mezcla de crónica y crítica, “La realidad real” es mucho más que un mero preámbulo.

            En la segunda sección (“La realidad ficticia”), Vargas Llosa ofrece lecturas iluminadoras de, por ejemplo, La hojarasca (la primera de las novelas de Macondo) y El coronel no tiene quien le escriba (cuya acción discurre en el pueblo anónimo que es el otro gran escenario de las ficciones de García Márquez). En el curso de sus análisis, expone los cuatro procedimientos que, según él, forman el arsenal retórico de todo escritor: “Los vasos comunicantes, las cajas chinas, la muda o salto cualitativo y el dato escondido”. Por último,  la mejor y más autorizada explicación de la poética de la “novela total” se halla dentro de las más de cien páginas sobre Cien años de soledad con las cuales Historia de un deicidio alcanza su mayor altura. La “novela total” no pretendía ser un censo de la realidad: la ficción de un catálogo del mundo fue ya motivo de ironía y deseo en “El Aleph”, de Borges, y habría sido improbable que lectores atentos de la obra de Borges se convirtieran en émulos del mediocre poeta Carlos Argentino Daneri.

            En Historia de un deicidio, Cien años de soledad no es solamente una gran novela y se manifiesta como la encarnación misma de la poética de Vargas Llosa. En vez de competir con su par, el crítico practicante lo incorpora: es decir, lo hace parte de su propio corpus, del cuerpo mismo de su escritura. La comunión entre el autor y el crítico se revela, en este caso singular,  como una forma de canibalismo simbólico. El deicidio de un deicida sería, entonces, el argumento secreto del libro que Vargas Llosa dedicó a García Márquez.