RESEÑA
Con Cuántas cosas hemos visto desaparecer, Miguel Serrano confirma que es una de las voces más originales e interesantes de la narrativa española. Su propuesta se sitúa en un espacio de exigencia y de coherencia literaria que convierte el hecho narrativo en algo (mucho) más que “contar una historia”.
La estructura, la voz narrativa, la caracterización de personajes y el propio desarrollo de la trama no están puestos solo al servicio del relato de unos hechos, sino que plantean al lector un sutil juego de decepciones y de incertidumbres que convierten la experiencia de la lectura en un continuo cuestionarse ciertos elementos tanto del género de la novela, como de la misma percepción de la identidad y la existencia.
Hay un adjetivo que se utiliza mucho en el reseñismo al referirse a ciertas novelas: “honesta”. Generalmente, cuando se habla de novelas “honestas”, se está destacando o bien un ejercicio de desnudez biográfica, o bien un fuerte compromiso del autor con determinadas ideas políticas. Por las connotaciones de ese adjetivo, tengo que realizar esta explicación antes de decir que Cuántas cosas hemos visto desaparecer me parece una novela honesta. Su honestidad reside, en cambio, en permanecer fiel a una estética y a una original propuesta narrativa.
La novela como mecanismo de decepción
Es un ejercicio de honestidad (la pregunta implícita debe ser, y esta es difícil, a qué verdad se está siendo honesto) el que realiza Miguel Serrano al no entregar al lector ninguna respuesta, al negarle lo que, tal vez, esté esperando: una novela “redonda”, en la que se resuelven los misterios, en la que las causas y las consecuencias terminan, pese a los giros y dilaciones, uniéndose gozosamente en el brillo final del Significado y la Revelación. Es una honestidad paradójica, disfrazada de juego; un juego casi erótico en el que la novela continuamente nos promete (¿o, y esta pregunta también es difícil, somos nosotros quienes imponemos esa promesa sobre la lectura?) una revelación, una “aparición”, un acontecimiento esclarecedor que siempre está anunciándose. En términos eróticos (y la narrativa tiene mucho de juego sexual, de ahí que “clímax” pueda usarse en ambos campos semánticos), Miguel Serrano renuncia al orgasmo. Y ahí reside la honestidad, la que es necesaria para decepcionar al lector. Porque la verdadera revelación suele estar detrás de las decepciones: lo que se revela entonces es la mentira que sostenía nuestro deseo.
Cuántas cosas hemos visto desaparecer es una novela sobre la decepción en la que se cuenta una historia de amistad entre dos mujeres. La protagonista, Sonia, que lleva una vida anodina, y su amiga Berta, con la que compartió infancia y adolescencia, y cuya vida, fuera de foco, se intuye más activa, más intensa y llena de aventuras.
La idea de la decepción, sin embargo, nunca se trata explícitamente como discurso: ningún personaje dice abiertamente que esté decepcionado con la vida, sino que, en su propia estructura, la novela pone al lector frente a la decepción, y le obliga a cuestionarse el sentido de la misma. Serrano siempre plantea preguntas, nunca afirma. ¿Por qué pensamos de Sonia que es un personaje decepcionado, si ella dice en varias ocasiones que es feliz en su vida gris, que no envidia la vida activa y emocionante de Berta, si se aferra a su condición de personaje secundario, si su deseo vital es desaparecer? ¿Qué idea de vida plena tenemos nosotros, como lectores, para imponer a Sonia la categoría de “personaje de la decepción”?
El autor nos expone ante nuestros propios prejuicios vitales, ante ideas tan ambiciosas como “el sentido de la vida”, pero lo hace de una forma sutil y compleja, utilizando los mecanismos narrativos: la decepción que sufre el lector al ir leyendo las historias de Sonia y no encontrar en ellas un clímax, la frustración de que estas se disuelvan en detalles sensoriales y ambientales, de que desaparezcan, nos obliga a darnos cuenta de que, del mismo modo que esperamos (como lectores) que todo lo que sucede tenga un sentido y una explicación (a ser posible, incluso, una revelación), también pensamos que la vida, nuestra vida (o la de Sonia) debe tener un sentido, ser algo más que una serie desordenada de anécdotas y sensaciones, de dudas e incertidumbres.
La novela nos va decepcionando y, así, nos hace preguntarnos si acaso la identidad es también un género narrativo, si la forma en que nos entendemos y nos explicamos a nosotros mismos es una historia, con sus acontecimientos significativos, con sus cadenas de causas y consecuencias que han de tener un sentido claro. Y nos plantea que, tal vez, no debemos sentirnos decepcionados, ni compadecer a Sonia, sino replantearnos nuestros esquemas narrativos, deconstruir el concepto de “vida” e “identidad” desde la deconstrucción de los conceptos de planteamiento-nudo-desenlace, de acontecimiento significativo.
La novela como máquina del tiempo
Pero, además de esa historia de amistad entre Sonia y Berta, Cuántas cosas hemos visto desaparecer nos ofrece muchas más cosas. Si nos atenemos estrictamente al comienzo del juego que plantea el autor, lo primero que hay es el anuncio de una revelación: Berta le dice a Sonia que, por fin, ha encontrado la pieza que faltaba para completar su máquina del tiempo. De manera que esta novela, con toda su paradójica honestidad, comienza prometiendo al lector nada menos que una historia de ciencia ficción. La promesa de volver a ver a su amiga después de años, y de que esta le cuente qué revelación es esa de la máquina del tiempo, es el primer Mcguffin que pone en marcha Miguel Serrano.
Habrá máquinas del tiempo en esta historia, sí, pero no estamos en el terreno de la ciencia ficción. Por orden de importancia ontológica, las máquinas del tiempo de Cuántas cosas hemos visto desaparecer serían: a) la memoria (o la identidad); b) la propia novela, su estructura de analepsis desordenadas; c) un grupo de WhatsApp llamado La máquina del tiempo en el que están los amigos de la infancia de Sonia y que, junto a Berta, protagonizan gran parte de sus recuerdos de infancia y juventud.
La estructura de la novela funciona, por lo tanto, como una máquina del tiempo que nos va llevando por distintos momentos de la vida de su protagonista. Todos esos recuerdos de infancia y juventud van apareciendo sin aparente orden, superponiéndose al presente en el que Sonia espera que llegue el día de su cita con Berta. En cada uno de esos “viajes” al pasado, hay una historia, con su propio Mcguffin. Cuántas cosas hemos visto desaparecer está llena de relatos: la ouija, el accidente de coche, la historia de la nocilla, el falso aborto, las noches de fiesta Ardés, la fiesta de cumpleaños, las cenas en el restaurante chino, la escena de los chicos en la furgoneta, la escena de Sonia limpiando lámparas… Unas historias van quedando interrumpidas por otras, y siempre esperamos que terminen, que revelen su final: por qué Sonia está limpiando lámparas, qué ha pasado en ese encuentro con Berta, qué hay en ese sobre que le ha dado; qué aparecerá en la sesión de espiritismo, qué significan esas letras absurdas que la ouija marcó, por qué hubo esa pelea en la fiesta, qué sucederá con el chico de la furgoneta y, sobre todo, la Gran Pregunta: ¿ha conseguido Berta construir su máquina del tiempo?
La novela avanza enlazando un Mcguffin con otro, como una máquina del tiempo cuyos mandos no son muy precisos y que salta entre escenas sin dar tiempo a terminar de ver su desenlace. En cada salto, el lector espera que la máquina del tiempo vuelva a situarle en la escena interrumpida para poder llegar al sentido de esa historia, de esa anécdota.
Pero esta máquina del tiempo, además, funciona siempre en presente. Miguel Serrano elige el tiempo presente para narrar todas las historias, sin importar si cronológicamente pertenecen al pasado o al presente del personaje. Esta elección es fundamental y, como todo en esta novela, tiene un sentido: a diferencia de lo que ocurre cuando se usa el pretérito perfecto, el presente carece de destino, no tiene que llegar a un punto, no es el relato de un suceso privilegiado significativamente. La narración en presente es abierta, divaga, se expande, está siempre en espera de que suceda o no suceda el acontecimiento, produce una sensación continua de inminencia, de posibilidad. En la narración en pasado, el acontecimiento ya ha sucedido, y la narración lo explica, selecciona los hechos, la cadena de causas y efectos. El presente es, en definitiva, el tiempo de la incertidumbre.
Espectáculo, espectador, incertidumbre
El estilo sutil y apenas visible de Miguel Serrano es como el estilo de vida callado y modesto de Sonia. La propia elección del personaje, de su forma de ser y de habitar el mundo, se corresponde también con la forma en que la novela apela al lector, silenciosa y sutilmente, huyendo de la espectacularidad.
Podría decirse, abusando de la definición paradójica, ya por última vez, que esta es una novela paradójicamente espectacular. Porque, por un lado, huye del Gran Acontecimiento o de la Gran Revelación pero, por otro lado, en su misma esencia, está la idea de espectáculo, pues Sonia es una espectadora de su propia vida, de la misma forma que el lector es un espectador de la vida Sonia. Me parece muy significativa la escena en la que la Sonia adulta está en casa de su madre, asomada a la barandilla, con medio cuerpo dentro del balcón y medio cuerpo fuera; está en una situación de frágil equilibrio o de ambigüedad, entre la seguridad de la casa, el suelo, la familia y la inseguridad del abismo sobre el que se asoma. En esa posición incierta, dividida, se ve a sí misma, ve a la Sonia joven saliendo de la casa. Se convierte en espectadora de sí misma del mismo modo que los lectores somos espectadores de las diferentes Sonias que la máquina del tiempo que es esta novela nos va entregando.
Pero todo es simultáneo: en la identidad, en la conciencia; como espectadores de nuestra propia vida, hay una simultaneidad que produce un asombro, una sensación continua de incertidumbre. Y, puesto que todo es simultáneo e incierto, ha de ser narrado en presente, el tiempo de la espera y de la posibilidad. Puesto que la memoria está continuamente en el presente, en la conciencia, ser espectador de uno mismo es la principal actividad humana. Lo difícil es entender el espectáculo, su significado. Es un espectáculo dominado por la incertidumbre: no se sabe qué va a pasar a continuación, y tampoco se sabe realmente, con certeza, qué sucedió en el pasado.
Podría afirmarse que la incertidumbre es otro de los grandes temas de esta novela, y de toda la obra la Miguel Serrano, en la que casi siempre se pone en cuestión la forma en que los personajes perciben la realidad y la interpretan, abriendo un campo de misterio e incertidumbre que sustituye a la idea de una realidad y una identidad sólida y coherente.
Pero no me refiero exclusivamente a la “incertidumbre vital” tal y como se manifestó ampliamente durante la literatura del siglo XX, especialmente bajo la influencia existencialista. La incertidumbre que encontramos en Miguel Serrano es mucho más sutil, menos dramática o menos sentimental, o de una sentimentalidad mucho más atenuada. La percepción de la realidad y, especialmente, la percepción de la propia identidad, son continuamente puestas en cuestión por el autor zaragozano. Pero, más que tratar esas cuestiones como “temas”, como material discursivo sobre el que los personajes o narradores reflexionan, Serrano aborda la compleja misión de hacer que sean los propios elementos narrativos (tiempo, estructura, voz narrativa…) los que provoquen en el lector esas cuestiones básicas que parecen anidar en el origen de su escritura: ¿a qué llamamos realidad?, ¿por qué somos como somos o nos percibimos como lo hacemos?, ¿qué es la memoria, y la conciencia?, ¿de qué está hecha nuestra vida?, ¿es la identidad una narración, una novela?, ¿vivimos llevados por la lógica del Macguffin, como espectadores de nuestra propia vida?
En definitiva, Cuántas cosas hemos visto desaparecer es una novela que cuestiona, que pregunta, que no afirma nada, que no explica nada, que no da ninguna lección. Todo lo contrario. Es una novela que, como Sonia, se disuelve, se bifurca, salta en el tiempo y en el espacio. Juega a ser una novela de ciencia ficción prometiendo una máquina del tiempo, y se convierte ella misma en una dudosa máquina del tiempo; juega a ser una novela nostálgica, llena de escenas de una infancia rural desaparecida, pero la narración en presente niega la posibilidad de la nostalgia; juega a ser una novela de fantasmas, pero no hay apariciones, sino desapariciones, incertidumbre. Lo que no se puede poner en duda es que se trata de una gran novela, que forma parte de un proyecto narrativo de gran alcance y originalidad, y que deja al lector con esa necesidad de preguntarse qué será lo próximo que nos ofrecerá Miguel Serrano.
"Lo que no se puede poner en duda es que se trata de una gran novela, que forma parte de un proyecto narrativo de gran alcance y originalidad, y que deja al lector con esa necesidad de preguntarse qué será lo próximo que nos ofrecerá Miguel Serrano".
Cuántas cosas hemos visto desaparecer
Miguel Serrano (Candaya, 2021)
Reseña de Diego Sánchez Aguilar / Publicada en Agosto, 2021