Rodrigo contrata a Macabea
Por Sergio Chejfec / Publicado en Agosto, 2023
Tiempo atrás preparé un guión de tipo operístico basado en La hora de la estrella. Mientras escribía trataba de no sucumbir a la crítica referida a la novela de Clarice Lispector. No es que milite contra la teoría o la crítica, probablemente ocurre lo contrario. Pero fue la primera reacción. Una reacción no destemplada, ya que esta novela no es una obra más; es una especie de gran acontecimiento real en el universo literario, que a veces parece irreal. Antes de ponerme a trabajar intenté aclarar ideas —sin éxito— a través de estos apuntes desordenados.
La palabra no es sucumbir en un sentido directo: trataba de aislar y aprovechar una suerte de elemento orgánico de la novela, sobre todo exploratorio, constituido por los lazos que la historia dibuja con la idea de melodrama. Son relaciones intermitentes y flotantes, nunca rígidas ni obedientes. El magma abstruso y fluido en que anécdota y escritura se instalan. Evitar un intercambio con las lecturas críticas —en muchos casos fascinantes porque hacen hablar de un modo impensado a un texto de por sí elocuente de un modo especial, discurrir casi silente—, y buscar una comunicación, por el contrario, con la arquitectura del relato, tan abierta y compacta a la vez.
Una zona especialmente movediza en la novela pasa por la enunciación, que a cada momento busca mantener su preminencia. Está la autora, también el director. El narrador-director es proteico. A veces consiste en Lispector, más bien se superpone a su figura, otras veces asume una voz conspicua, anfibia, indagativa, una presencia resbaladiza, masculina, asimilable en ocasiones a la gélida voz en off de ciertos filmes, o a los sinceramientos confesionales de autorretrato literario.
Como ven, el vaivén, la continua oscilación entre distintas formas de emisión, combinadas con numerosos niveles de valoración de la peripecia y de la mirada sobre los personajes. Entre Macabea y el director, bautizado Rodrigo, está la autora, llamada Clarice en la vida real.
En general, los guiones suelen ser parte disminuida de algo más grande. Quien escribe se supone omnipotente, sobre todo si acostumbra blandir una última palabra provisional a través de lo escrito. Pero tratándose de un guión esa provisionalidad no existe, en ningún caso implica una escritura definitiva porque luego la adaptación, la puesta y varios procesos cancelan el texto en tanto discurso autónomo. En cierto modo, se trata de una condición ideal de lo textual: la escritura como desarrollo insidioso e hipotético. Por otra parte, producir una forma de una historia preexistente trasciende la idea de apropiación y supone una economía acaso más simple, sustentada en la mezcla. Tratándose de esta historia, la noción de mezcla alude a lo más evidente: la aparición de lo incomprensible / profano en la conciencia letrada del director-narrador.
La irrupción desencadena pequeños y grandes sismos, desestabiliza. Macabea resulta una presencia permanentemente ajena —más aún, corrompida— incluso para quienes tiene más cerca. La transgresión de Macabea es más profunda porque es también inocente; acaso su impugnación no se manifiesta solamente a través de su callado y en apariencia ausente pensamiento —el pensar activo, como sugiere Nora Catelli—, sino también a través de las reacciones que produce --¿o promueve?—. Macabea es una presencia incómoda, hasta intolerable. Cansa, fastidia, confunde, asombra, demanda, exaspera. El mundo debe defenderse de Macabea, su autista presencia crece como un peligro difuso que se acumula.
La frase pertenece a Clarice: “Medito sin palabras y sobre la nada. Lo que me confunde la vida es escribir”. Integra la antesala de La hora de la estrella, el llamado “Prólogo del autor”. Si alguien quisiera tomar el connotado narrador-director de la novela como un ser aparte, alejado de la autora, estas palabras lo desmentirían. La única concesión de Lispector a una división entre sujeto del discurso y de la historia, pasa por el género del emisor, estrategia de separación con que más bien señala, por contraste, una implicación profundamente emocional con el relato. El deseo de plegarse a una voz masculina como forma de subsumir, probablemente, aún más a Macabea en la inconsistencia de su indiferenciación.
Porque sabemos quién escribe la historia de Macabea, pero no sabemos quién se expresa. Esa persona que habla está casi todo el tiempo confundida: ¿Macabea existe o no? No es del todo una de las habituales sirvientas —de Clarice Lispector—, a quienes antes de La hora de la estrella auscultó varias veces en conmovedoras y torturadas crónicas de periódico. Sin embargo --y esto me pareció relevante para las posibilidades plásticas del guion—, Macabea resulta alguien que podría estar preparando la comida o limpiando el baño mientras el narrador escribe, rodeado de todos sus atributos culturales. No lo sugiere, claro. Por eso la confusión es necesaria y llega hasta el punto que trastorna el carácter del personaje Macabea, proyectando sobre su figura una confusión distinta, de otro color e intensidad, porque ella integra un ejército de población innominada, que sobre todo busca trabajo, lugar en la economía y pertenencia simbólica. Por un lado es una típica extra de la cultura contemporánea, es indistinta y carece de ribetes individuales; por el otro, acumula un agenciamiento por vía negativa.
Se trata de la indistinción de su misma naturaleza, una duda que jamás podría tener al narrador-director de la historia (que cuenta con el privilegio —similar al de García Vega, al de Dermisache, naturalmente al de García Márquez, al nuestro—, de poder dudar del sentido de su lugar y escritura): Macabea no conoce su cuerpo e ignora el significado de la vida; pero está a merced de sus señales, como también de todos los relatos sociales que pueda tener a la mano, incluyendo el minutero sistemático y las pastillas culturales de Radio Reloj. Ambas confusiones se proyectan recíprocamente: el narrador-director observa a Macabea en su delirio de anomia: por ejemplo, cuando ella se hace encima ante el cuerpo del rinoceronte, en el zoológico, o cuando observa platos voladores en los cielos del desolado barrio. Y a su vez, Macabea no da la talla como personaje, es demasiado volátil e inconsistente en su obligación de acercar al narrador algo claro que lo oriente o ayude en su tarea de mediador.
Por lo tanto, imaginé, Macabea debe ser contratada. No para limpiar y cocinar, sino para ser Macabea. Porque sólo trabajando como Macabea este espíritu sin espesor alcanza un grado de realidad; y sólo en tanto trabajadora puede ser destruida. Como enseña la novela y sobre todo el final, las briznas silvestres no mueren jamás.
Acaso Lispector haya precisado crear ese narrador confundido a la medida de ella, para así rodear en un juego de aproximaciones y alejamientos, la naturaleza insidiosamente rústica de Macabea. Así, atraviesa momentos de gran identificación y de absoluto extrañamiento; es como si en La hora de la estrella hubiera dos emisores: el escritor que redime a Macabea de su anomia silvestre y fatal, y el no-escritor, o escritor negativo, que no conoce mayor honestidad estética y rectitud moral que la de sospechar de sus propios héroes, aún a costa de la legibilidad convencional de la obra. Mientras tanto Macabea esgrime la única positividad de la que es capaz: el estado de ausencia, de aparente disposición –el tejido mental que, sin ir a ninguna parte y pese a impedirle pensar, ella trama como definitiva impugnación de la red en la que está atrapada—.
En cierto modo, Macabea debe “trabajar” para el narrador del mismo modo como las sirvientas trabajan para Clarice —y al igual que el resto de los personajes de la novela trabajan para la peripecia—. Ver sus crónicas, en todas ellas parecen Macabeas en potencia; en algunos casos están movidas por fuerzas naturales o hasta escénicas o raciales que son incapaces de controlar. Si bien Macabea está preservada por el misterio —ser autómata y tener un corazón caliente, como dice con otras palabras el director—, también está atravesada por un deseo de protagonismo. Macabea se ausenta como se aíslan los débiles, los lelos o los atontados por el hambre; pero también está dominada por un aliento de exhibición. Ese deseo proviene de su condición de personaje, que en un punto ella es incapaz de administrar porque se trata de un mandato exterior pero consustancial a su naturaleza: es la faceta maniquí o autómata que decreta, cuando puede, el director.
Si se toma la idea de Gabriel Giorgi, al proponer la noción de “vida precaria” como elemento aglutinador de sentido y composición en la novela, uno podría proyectar la idea de “precariedad” hacia la zona de lo verbal y de lo retórico representados. Es justamente la precariedad del lenguaje —la oscuridad del significante, también la precariedad del significado— para Macabea, lo que hace de ella un sujeto siempre aturdido. Este ser se mueve entre el dominio de la frase tipo cumplido, la frase eslogan comercial, la frase mediática, la frase de las creencias, la frase de la reproducción ideológica de la vida cotidiana, etc. Macabea es ávida receptora de significantes —los saberes de la radio, los avisos de los periódicos, los términos crípticos del señor Raimundo, los conceptos médicos—.
La precariedad discursiva de Macabea estabiliza, por complemento, la solidez retórica de Rodrigo —el narrador-director de la novela. Como narrador y arquitecto meta textual, es capaz de asimilar la inestabilidad y delgadez de la discursividad de Macabea —y de Olímpico, su novio especular—. Buena parte de la mansedad de esta “loca mansa” que es Macabea, se expone en el relato a partir de su escasa densidad verbal.
En efecto, una gran zona de la energía discursiva de La hora de la estrella se explica por el hecho de que el narrador se abisma en la naturaleza verbal de Macabea. Macabea es una situación retórica, un estado de discurso, que debe ser completado (rellenado, interpretado, amplificado, analizado, normalizado, etc.). Todos los personajes buscan, precisan normalizar a Macabea. Eso dispara la ansiedad del narrador, como si la muchacha absorbiera todas las fuerzas dirigidas a ella, y como si estas energías sólo se renovaran para corregir a Macabea, aun a costa de destruirla.
Ella se dibuja como un pozo sin fondo; no solo por su infinita profundidad sino porque se ahonda a medida que es rellenado. Macabea es un acontecimiento verbal y como tal atrae palabras y todo aquello que las palabras pueden armar. De hecho, atrae las palabras que no están directamente dirigidas a ella, porque la realidad se ocupa de ahogarla en ese magma de conceptos como póstuma maldad contra quienes, como Macabea, siempre pierden.
Menciones
Gabriel Giorgi, “Lugares comunes: ‘vida desnuda’ y ficción” en Grumo Nº 7.0, diciembre de 2008.
Nora Catelli: “La hora de la estrella o Macabea la resistente”, prólogo de la edición catalana de la novela, en Revista Transas, Unsam, sección archivo (buscar en www.revistatransas.com).
" Si bien Macabea está preservada por el misterio —ser autómata y tener un corazón caliente, como dice con otras palabras el director—, también está atravesada por un deseo de protagonismo. Macabea se ausenta como se aíslan los débiles, los lelos o los atontados por el hambre; pero también está dominada por un aliento de exhibición".
ENSAYO