GIORGIO AGAMBEN
ENSAYO
Como a muchas otras personas que aprecian y siguen con interés la obra de Giorgio Agamben, a mí también me llamó mucho la atención la celeridad con la que éste se pronunció apenas irrumpió la pandemia en el mundo, así como la exaltada firmeza con la que defendió su posición. Acababa de tomarse conciencia, justamente en Italia luego de una prolongada incredulidad de la opinión pública ante el peligro que se avecinaba, de la magnitud de los daños que podía causar el virus, cuando Agamben escribió su primera columna, el 26 de febrero de 2020, a la que puso por título, para que no hubiera dudas sobre el sentido de su mensaje: “La invención de una epidemia” [1]. Las primeras medidas de confinamiento tomadas por el gobierno para prevenir los contagios le parecían una burda maniobra de las autoridades y los medios de prensa con la finalidad de “difundir un clima de pánico” que hiciera ya no solo legítimo sino incluso deseable el “estado de excepción” que él, Agamben, siempre había considerado como “el paradigma normal de gobierno” [2] en la sociedad occidental moderna. Hasta poco tiempo antes, nos dice, los gobiernos habían apelado al temor contra el terrorismo islámico para tomar medidas de emergencia; ahora, en cambio, el invento de una pandemia les daba “el pretexto ideal para ampliar sin límites dichas medidas”. Y si a ello se le suma el “estado de pánico” colectivo que el poder estaría tratando de propagar desde hace decenios entre la población para justificar la necesidad de sus intervenciones arbitrarias, pues entonces el invento de la enfermedad parecería estar cerrando un “círculo vicioso perverso” que consagraría definitivamente el paradigma del estado de excepción.
La pandemia, ¿una invención? A la luz de la inmensa tragedia sanitaria que ha asolado en estos largos meses al mundo entero y que ha producido tantas muertes y tanto dolor, una afirmación semejante solo podría explicarse porque nos hallábamos aún en los inicios de la epidemia y por el apresuramiento en la interpretación de sus verdaderos alcances. Un error de juicio, pensaron muchos, o de perspectiva, debido a la cercanía de los acontecimientos, del que Agamben pronto se percataría y que corregiría. Pero, por más extraño que parezca, eso no ocurrió. Con una férrea perseverancia en el error, aunque por razones que ya se esbozaban en esa primera toma de posición, Agamben ha mantenido su tesis de que la pandemia ha sido una estratagema de las fuerzas del poder hegemónico para legitimar su vieja pretensión de desconocer las reglas del estado democrático de derecho y suplantarlas por la abierta imposición de políticas de excepcionalidad que recortan libertades, solo que esta vez con una exitosa campaña de persuasión para que la población acepte y hasta celebre, atemorizada y pasiva, la necesidad de tales medidas.
Para hacer plausible esa tesis, ha necesitado, claro está, minimizar los efectos de la enfermedad; poner en cuestión repetidamente las cifras de su crecimiento [3] ; destacar la severidad de las medidas de confinamiento sin advertir en ellas otro sentido que no fuese el de someter arbitrariamente a la población; restar importancia a los dramas familiares o a la acumulación de los cadáveres; enjuiciar duramente a los médicos (mejor dicho, como veremos enseguida, a “la medicina como ciencia”) por su complicidad con el poder, pasando por alto el inmenso sacrificio y costo de vidas que han debido pagar; criticar, de paso, a la Iglesia, por haber renunciado a su deber de atender a los enfermos y de haber traicionado, precisamente bajo el actual pontificado, el ejemplo de Francisco de Asís, que acudía presuroso a “abrazar a los leprosos” [4]; y responsabilizar a la población misma por su pasividad y su anuencia para rendirse tan fácilmente a los dictámenes del poder y a los recortes de sus libertades, tratándola como una “masa” distorsionada o “invertida” [5] , que se aviene a rehusar cualquier contacto con el prójimo. De todo esto hablaremos enseguida con más detalle, pero, si prestamos atención a la tesis central y a la estrategia argumentativa, pareceríamos estar frente a una posición que desconoce o “niega” la gravedad de la pandemia, una posición “negacionista”, pero que lo hace, no por las razones conservadoras e ingenuamente irreflexivas que hemos visto aparecer por doquier en el mundo, sino por razones profundamente críticas del orden social y político hegemónico, pues presumen la existencia de una “conspiración” de muy largo alcance en nuestra cultura, de naturaleza filosófica o metafísica, una conspiración biopolítica a la que es urgente poner fin. Debe quedar claro, en todo caso, que es una causa justa, “correcta”, la que anima la tesis de Agamben, y que es por el bien de la humanidad ideal que él trivializa o desdeña el sufrimiento y la conducta de la humanidad real.
Llamar a Agamben “negacionista” y “conspiracionista” es, por supuesto, una provocación deliberada. Uno de sus artículos lleva por título: “Dos vocablos infames” [6] , y en él, como podrá sospecharse, se refiere justamente a estos dos apelativos. Lo curioso del caso, sin embargo, es por qué los llama “infames”. No cabe duda, para empezar, de que se está refiriendo, no al uso más extendido de dichos términos en el contexto internacional, una forma de caracterizar a la gran variedad de políticos o movimientos irresponsables que minimizan por ignorancia la pandemia o que imaginan que ella es causada por algún complot de los gobiernos, las empresas o los extraterrestres, sino al uso que se hace de ellos para criticar la posición que él, u otros como él, defienden. Argumenta, sintiéndose personalmente aludido. Escribe así: “el único objetivo [de quienes usan esos términos] es el de desacreditar a quienes se esfuerzan por seguir pensando y no se dejan vencer por el temor que ha paralizado las mentes de tanta gente” (ibíd.). Eso explica que la infamia venga solo de un lado. Sostiene, indignado, que no merece siquiera la pena ocuparse de refutar la acusación de “negacionismo”, porque allí habría una comparación inoportuna e indecente con el caso paradigmático de la “negación” de los crímenes del nazismo, por lo que, quien usa ese término, estaría exhibiendo un antisemitismo encubierto. Hay, a decir verdad, tantas formas de “negacionismo” en el mundo, no solo frente a la pandemia, sino también frente a muchos otros crímenes o injusticias, que llama mucho la atención la sesgada interpretación del término que encontramos en Agamben. Pero lo más interesante es lo que dice sobre el “conspiracionismo”. No desautoriza éticamente a quienes emplean este vocablo infame, como en el caso anterior, sino que los trata de ignorantes o hasta de necios [prova di ignoranza, se non di idiozia], porque no se estarían dando cuenta de que están cuestionando lo que ha hecho siempre la historia, o la filosofía, a saber, ofrecer una explicación causal de los acontecimientos. “Llamar conspiracionistas a quienes tratan de comprender los acontecimientos históricos tal como han sucedido, es simplemente infame” (ibíd). Como ya sugerí, lo revelador de este comentario es que él se considera aludido porque está ofreciendo precisamente una explicación del sentido último del problema de la pandemia, es decir, está admitiendo de modo indirecto que, si bien a causa de la confusión o el simplismo de sus detractores, él está recibiendo un apelativo que se ajusta a su verdadera intención. Haciendo honor a esa suposición, yo me he permitido por eso llamarlo un “conspiracionista”, aunque, claro está, uno animado por la verdad y por la ética, no por motivaciones subalternas o delirantes. La conspiración que él detecta y denuncia es la que da cuenta del origen, el significado filosófico y la intencionalidad política de la supuesta epidemia actual.
Son tantos los detalles, los trazos, con los que Agamben, un creador talentoso e imaginativo, pinta el paisaje de su interpretación, que conviene detenernos un momento en algunos de ellos. Nos serán ilustrativos. El discurso hegemónico ha logrado, por lo pronto nos dice, convertir a todo individuo en un portador del contagio, así como poco antes lo había convertido en un “terrorista en potencia”. Con más precisión, el individuo, cualquiera de nosotrxs, se ha vuelto un “portador” o un “untador” de la peste, de modo que a cualquiera se puede aplicar el grito popular “¡A los portadores! ¡Denles a ellos, a los portadores!”, que relata Manzoni en su novela Los novios[7]. Los seres humanos nos hemos convertido en amenazas para los otros; el prójimo no existe más, sino que se ha vuelto un portador del contagio. La población se ha dejado engañar por la incitación al pánico y ha aceptado, con asombrosa facilidad, “sentirse apestada” y alterar por completo sus condiciones de vida, lo que le hace suponer que “la peste existía ya desde antes” [8]. El miedo, que es, en clave heideggeriana, una emoción constitutiva de la existencia humana, ha sido manipulado por el poder de manera tal que ha logrado infundir en las personas un sentimiento exactamente contrario al de la “voluntad de poder”, a saber, la “voluntad de ser impotente” [9]; peor aún, una voluntad que, queriendo ser impotente y sometiéndose por tanto a los poderosos, retroalimenta la relación de dependencia y perpetúa su inseguridad temerosa. El rostro, que, también en sentido filosófico, es esencial para comprender la apertura al mundo y, con ella, la dimensión política de la vida humana ha sido sistemáticamente ocultado, con esa cómplice alianza que vemos todo el tiempo operar entre sometimiento y consentimiento, detrás de una máscara [10], de una mascarilla, sellando así la anulación de toda participación política posible bajo el pretexto ingenuo de protegerse contra el virus. A lo que se suma, una y otra vez, en muchos de sus artículos y a lo largo de los meses, la insólita aseveración de que las cifras de contagio son falsas, que el número de víctimas mortales es inferior en 2020 al de los años anteriores [11], que se trata, en suma, de una “gigantesca operación de falsificación de la verdad” [12]. Como vemos, las medidas sanitarias, el distanciamiento social, el confinamiento, la restricción de las libertades, la paralización de las actividades económicas y hasta el uso de mascarillas son disposiciones meramente estratégicas de parte del poder político para implantar el paradigma de gobierno “más eficaz de toda la historia política de Occidente” [13], que es el de la “bioseguridad”, es decir, el cese de la política y el bloqueo de las relaciones sociales como forma de conducta voluntariamente aceptada por la población. Con sarcasmo, nos dice Agamben que semejante forma de gobierno podría ser llamada “capitalismo comunista”, es decir, la combinación de “lo más deshumanizante” del capitalismo (la producción acelerada) con “lo más atroz” del comunismo estalinista (el régimen político totalitario) [14] .
Las tesis de Agamben sobre el estado de excepción y sobre el paradigma de la biopolítica no son nuevas; por décadas, las ha venido desarrollando en textos innovadores y polémicos [15]. Lo sorprendente es que la pandemia, en lugar de representar un desafío a sus interpretaciones, es forzada a entrar en el marco de sus teorías conspirativas precedentes como la corroboración definitiva de sus profecías, haciéndole perder de vista la peculiaridad de su surgimiento y su desarrollo, la indefensión en que se encontró la gran mayoría de la población, el terrible drama humano vivido en todo el planeta, así como la revelación palmaria de otras formas más notorias de inequidad que la crisis ponía al descubierto, como la injusticia global, la profunda desigualdad entre las naciones generada por el capitalismo, los efectos nocivos de la privatización de la salud, la distribución desproporcionada de los costos de la crisis, el tremendo abismo moral que sostiene al mal llamado “orden mundial” y hasta las nefastas consecuencias del negacionismo y el conspiracionismo en todas las sociedades.
Una nota especial merece su severo enjuiciamiento de la medicina, precisamente en el contexto de una epidemia que ha traído consigo la muerte de decenas de miles de miembros del personal sanitario en el mundo entero. Lo que ocurre es que, por razones obvias, la medicina está estrechamente vinculada al modelo conspirativo de la biopolítica. En la sociedad contemporánea, lo ha venido sosteniendo Agamben desde hace décadas, la vida humana ha sido despojada de la complejidad y la riqueza de sus dimensiones hasta convertirse en una “nuda vida”, es decir, en una mera supervivencia biológica. El que ahora, a causa de la pandemia, la política se haya concentrado aparentemente en preservar solo esa nuda vida, a cualquier costo (de nuestra convivencia social, de nuestros afectos, de nuestra libertad), es para él una demostración del triunfo de la disciplina que se ha dedicado científicamente a dicho fin en nuestra época, la medicina. Una vez más, como vemos, la tesis conspirativa de fondo pone en primer plano una intencionalidad perversa, sin caer en la cuenta de que está destacando un aspecto que a lo mejor es plausible desde un punto de vista filosófico, pero que solo lo es a costa de un aspecto esencial, que es el sacrificio de una inmensa cantidad de vidas humanas, de médicos o enfermeros, que, sin ser monjes, han venido realizando esa labor que Agamben tanto valora en Francisco de Asís, que es la de cuidar a los enfermos. La defensa de las ideas, como bien se sabe, no se detiene ante obstáculos circunstanciales como son los sufrimientos humanos.
Según Agamben, hay tres grandes “sistemas de creencias” que se han disputado la fe de la población humana en la cultura occidental moderna: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia [16]. Lo de “fe” hay que tomarlo en serio, porque lo que nos está diciendo es que compiten por asumir el rol de una religión verdadera en nuestra época. Ha habido entre ellas, nos dice, muchas relaciones de exclusión, inclusión o convivencia, pero la competencia no ha nunca desaparecido. Y a lo que hoy asistimos, al parecer, es al claro triunfo de la ciencia por sobre las otras dos, entiéndase bien: como “religión” científica. La ciencia, al igual que las otras “religiones”, abarca una serie de disciplinas, la más pragmática de las cuales es la medicina. Sin mayores pretensiones teóricas, ella se ocupa directamente de cuidar o preservar el “cuerpo viviente de los seres humanos” (ibíd.). Hay, para ella, un “dios maligno”, un diablo, que es “la enfermedad”, encarnado ahora por el virus, y hay un “dios benigno” o verdadero, que “no es la salud”, nos dice, sino “la curación” (ibíd.), a través de un ritual protagonizado por los médicos y los terapistas. Del mismo modo que la religión cristiana en otros tiempos, la medicina estaría mostrando ahora una similar tendencia totalitaria a demonizar el contagio y divinizar la curación, manteniendo así el control sobre los cuerpos y perpetuando el sometimiento de la población a la lógica de una redención necesaria.
Cuesta seguir el razonamiento de Agamben. El personal sanitario encargado de la atención de los pacientes de la pandemia aparece de pronto ante nuestros ojos como una secta religiosa encargada de ejecutar las órdenes autoritarias de una Santa Inquisición política, vale decir, de la religión del estado de excepción de nuestro tiempo. Uno se pregunta, por supuesto, ¿y en qué posición, en qué “lugar de enunciación”, se encuentra el propio Agamben, para poder pronunciarse sobre esta evolución del pensamiento? ¿Se asocia él a la verdad de alguna de estas tres religiones o sistemas de creencias de la cultura occidental? Naturalmente no, pero entonces pierde plausibilidad su clasificación de los sistemas de creencias. Él sostiene que la filosofía, como lo ha hecho siempre en el pasado, deberá oponerse ahora a la ciencia o a la parte de ella que está asumiendo el papel de una religión. Por buscar y defender la verdad, la filosofía debería “refutar la mentira dominante” de la existencia y la gravedad de una pandemia, aunque eso le cueste ser acusada de “difundir noticias falsas” (ibíd).
“Epidemia”, observa con razón Agamben, es un término griego que conviene tomar al pie de la letra. Procede del griego “demos”, “pueblo”, y “epi”, “alrededor de él”. Se trata de una referencia explícita a una afección (figurativamente, también a una enfermedad) que concierne al pueblo entero. Para referirse a una “guerra civil” o a una “guerra de todos contra todos en el pueblo”, Homero usaba la expresión “pólemos epidemios”. Epidemia es, pues, un concepto eminentemente político [17]. La actual pandemia o epidemia debería ser entendida por eso, en su opinión, como una “guerra civil mundial” (ibíd.). Es muy sugerente esta lectura: interpretar la “epidemia” como una controversia acerca de la cura o la solución, no solo de una enfermedad orgánica, sino de la confusión ética, jurídica o política sobre la que se sostiene, todas universales. No lamentemos, añade Agamben, que este mundo, el mundo del estado de excepción ya descrito, llegue a su fin; no sintamos nostalgia por su desaparición. Difícil no concordar con él en este punto. Pero en la tesis adyacente, aquella que exige “rechazar la nuda vida sorda y la religión de la salud que nos proponen los gobiernos” (ibíd.), ya es más difícil concordar. No debemos, por supuesto, reducir el sentido de la vida a su mera preservación orgánica, ni tampoco sucumbir ante una supuesta religión científica o tecnológica que pretenda persuadirnos de la legitimidad de un estado de excepción, pero tampoco podemos confundir los medios con los fines, y creer que en virtud de ideas negacionistas o conspiracionistas, la gravedad del daño, la conducta desesperada de la población, el duelo familiar o hasta la reflexión sobre las injusticias que les subyacen, puedan ser minimizadas o trivializadas como acontecimientos irrelevantes en la batalla del conspiracionismo correcto.
NOTAS
1. La editorial italiana Quodlibet, fundada por discípulos de Giorgio Agamben, publica semanalmente una columna suya (“Una voce. Giorgio Agamben”), que puede revisarse libremente en este enlace. A ella me referiré en adelante; allí puede encontrarse el artículo que cito y los que citaré a continuación. Además, la misma editorial ha publicado en un libro el conjunto de los artículos de Agamben sobre el tema. Ver Giorgio Agamben, A che punto siamo? L’epidemia come política, Macerata: Quodlibet, 2020. Hay ya una traducción castellana con el título ¿En qué punto estamos? La epidemia como política, Buenos Aires: Adriana Hidalgo Editora, 2020.
2. Desde hace décadas, Agamben ha sostenido con convicción la tesis de que la política moderna defiende, consciente o inconscientemente, el paradigma del “estado de excepción” como legitimación y práctica política. Se apoya en los textos y los intercambios entre Walter Benjamin y Carl Schmitt. Ver, entre otras obras: Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia: Pre-Textos, 1998; Estado de excepción. Homo sacer II, Valencia: Pre-Textos, 2003; Lo que queda de Auschwitz. El archivo y el testigo. Homo Sacer III, Valencia: Pre-Textos, 2000; Medios sin fin. Notas sobre la política, Valencia: Pre-Textos, 2001.
3. Ver, por ejemplo, “Una domanda”; “Nuove riflessioni”; “Alcuni dati”, entre otros.
4. Ver “Una domanda”.
5. Ver “Distanzamento sociale”.
6. Ver “Due vocaboli infami”. En italiano, el segundo vocablo es “complottismo”, pero corresponde exactamente al uso del término “conspiracionismo” en el contexto de la pandemia.
7. Ver “Contagio”.
8. Ver “Riflessioni sulla peste”.
9. Ver “Che cos’è la paura?”.
10. Ver “Il volto e la maschera”.
11. Ver, por ejemplo, los artículos del 28 de abril, “Sul vero e sul falso”, y, del 30 de octubre, “Alcuni dati”.
12. Ver “Sul vero e sul falso”.
13. Ver “Biosicurezza e politica”.
14. Ver “Capitalismo comunista”.
15. Ver en especial la secuencia de volúmenes de Homo sacer, citados ya en la nota 2.
16. Ver “La medicina come religione”.
17. Ver “Sul tempo che viene”.
"Debe quedar claro que es una causa justa, “correcta”, la que anima la tesis de Agamben, y que es por el bien de la humanidad ideal que él trivializa o desdeña el sufrimiento y la conducta de la humanidad real. Llamarlo “negacionista” y “conspiracionista” es, por supuesto, una provocación deliberada".