ISSN 2767-1844
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"Ese caldo de cultivo ideológico invita de manera urgente a que el arte reaccione y conteste. El arte debería salir a quemar todo. Esa debería ser la respuesta del arte al neopuritanismo".

"El arte debería salir a quemar todo"
Entrevista a Ariana Harwicz
Por Carolyn Wolfenzon    / Publicada en Marzo, 2021

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Ariana Harwicz es argentina y vive en Francia desde hace quince años. Es autora de cinco libros: Mátate, amor (2012), La débil mental (2014), Precoz (2016), Degenerado (2019) y el muy reciente Desertar (con Mikäel Gómez Guthart), aparecido hace unos meses en Argentina, en el sello Mardulce y que en estos días llega a España, en edición de Candaya (ofrecemos un adelanto del libro aquí). Su voz y su literatura tienen un sello claro y contundente. Su primer libro de ficción, Mátate, amor, la volvió casi una celebridad en su país de origen y su país adoptivo, y no por eso bajó la guardia: siguió escribiendo con más furor y con más furia. Su literatura cuestiona la normalidad de estos tiempos cada vez más inhumanos. Sus personajes (todos sin nombre) le ponen un parche a la mentira y tratan de decir las cosas como son: le duela a quien le duela. En sus primeras tres novelas se perfila la relación entre madres e hijos de una manera tal que las expectativas del lector sobre lo que debería pasar nunca se cumplen. Harwicz rompe con lo que se espera socialmente. En Degenerado, la voz de yo es masculina y nos encontramos frente a un posible sospechoso de abuso infantil. ¿Este hombre sin nombre, vecino simpático, amigable, tranquilo, ha violado y luego matado a esa niña de cuatro años encontrada en el río? No se sabe. Ni se sabrá. Lo que le interesa desarrollar a la autora es cómo en la actualidad las pruebas y los hechos reales no son importantes (como lo eran antaño) porque estamos en una época de guerra que se extiende desde las redes sociales pero lo invade todo. En Desertar, libro que surge durante la pandemia, producto del encierro, Harwicz conversa con Mikäel Gómez Guthart, sobre la traducción y el poder de la escritura. Es una conversación amena y honesta, y también intelectual, sobre el acto de escribir, la escritura vista como traducción, sobre la emigración, sobre la relación entre el idioma y la identidad.     

     Esta voz nueva y poderosa de las letras hispanas, que escribe narrativa como si fuera un híbrido entre teatro y poesía (algunas de sus obras se han puesto en escena) es sin duda renovadora. Es probable que sus respuestas a mis preguntas acaben generando aun más preguntas en la mente del lector.   


*

¿Cuál es tu relación con el arte de vanguardia? Al leer tus libros, una tiene inevitablemente la sensación de que, si no siempre en su forma, en su intención hay un elemento propio de las vanguardias, un épater le bourgeois, un afán de recuperar ese elemento inquietante, de discordia y de incomodidad, de la mejor literatura de los siglos diecinueve y veinte, con frecuencia extraviada en la literatura contemporánea, más homogeneizada y comercial.  

La conciencia la tenía cuando empecé a estudiar varias carreras. Empecé con el cine, después pasé al teatro, a la dramaturgia, y luego recién a la literatura y antes estudié artes y filosofía. Siempre tenía esa conciencia de la épater le bourgeois desde la lectura, desde ser espectadora, desde la recepción, desde la interpretación de los textos del arte: ése era el arte que me interesaba. Pero, tenía mucho menos consciencia de eso cuando empecé a escribir (por suerte) porque esa orden de ser épater le bourgeois, de ser vanguardista, no sé si es tan buena para escribir. Es como una intención que no sirve de nada. En el arte las intenciones no sirven de nada. De nada, ni querer hacer justicia, ni querer vengarse de los machistas, ni querer ser vanguardista, ni moderno ni antimoderno. Pero después de haber escrito me doy cuenta que sí, es el arte que me interesa. Hay millones de ejemplos en todos los siglos sobretodo en los siglos pasados. Y estoy de acuerdo que este es el peor de los siglos para eso, aunque recién vamos veintiún años. Supongo que es por la ideología del mercado. Así que sí, mi relación con el arte está ligada a la vanguardia.

¿Cómo ves el asunto de la corrección política en conexión con las artes, por un lado, y en conexión con la convivencia social?

Esto es algo de lo que he hablado mucho y por supuesto que puedo regresar al tema. Respecto a la repulsión, el error, y el profundísimo rechazo, respecto a lo deprimente que me parece esto que vos estás evocando en esta pregunta. Esto de la corrección política como una moda importada en América Latina y en Europa desde Estados Unidos (por si acaso, no digo que Estados Unidos sea el único causante del mal en la tierra: todas las sociedades son sangrientas y tiránicas pero algunas son peores que otras; aunque, Estados Unidos está perdiendo poder en picada hacia abajo respecto de China, todavía nos sigue influyendo). Pero, lo que yo veo como latinoamericana que vive hace casi quince años en Europa es que eso que imponen ahora, esa especie de neopuritanismo que se viene tejiendo hace varios años y que se viene gestando y radica mucho más ahora con el virus que se propagó, esta moda política de exhibir un neopuritanismo, ya llegó al arte. La sangre del río llegó al arte. Una cosa es que te impugnen tu modo de vida, que le impugnen el modo de vida a los políticos, a Bill Clinton si tuvo un affaire con Lewinski, en la Casa Blanca, en el Salón Oval; una cosa es que hipócritamente les prohíban a los presidentes tener amantes (y esas cosas también han llegado a Francia) y otra cosa es que eso llegue al arte, que la corrección política gangrene y sea realmente una enfermedad mortal para el arte. Son modas y llegaron, y son hipócritas. Creo que produce el peor arte, que es peor que el arte soviético porque ni siquiera está el concepto de estética involucrado. 

Desertar, tu libro más reciente, hecho en colaboración con Mikäel Guthart, recoge una conversación entre ambos sobre el tema de la traducción. Tienes una posición interesante al respecto: “la traducción es una lectura más que una reescritura”, dices, en un pasaje. Y en otro observas: “no importa que no se entienda” ¿Podrías explicar un poco más esta idea como un adelanto para nuestros lectores de los temas que aparecen en Desertar

Me parece que hay muchísimo para hablar. Yo no soy traductora. Siempre digo que soy una impostora, soy una falsa traductora. A veces me digo que soy una falsa novelista respecto del teatro. Son juegos. Al vivir en otra lengua (el francés), al vivir en otro idioma, quizá fue eso lo que me acerca a la traducción. Al sentimiento de que siempre escribir es traducir a la conciencia de la traducción permanente, incluso escribiendo como escribo yo, en mi lengua materna, en el español de Argentina, pero siempre está allí acechando en el buen sentido, la idea de que toda palabra es corrupta, de que toda palabra es impura, de que toda construcción verbal y semántica -y estoy diciendo obviedades- ya es una traducción, ya es un desplazamiento, ya es algo de raza mixta. Yo no sigo la línea de muchos que piensan y se preocupan por si están leyendo exactamente lo que dijo tal autor, tal poeta, lo que quiso decir Clarice Lispector o Kafka o Le Clézio. Nunca vas a leer exactamente lo que quiso poner Kafka, pero sí me interesa la traducción como un ejercicio de arte como hizo Borges con Faulkner, ese tipo de traducción. No se trata de error sino de interpretación. A veces no es exacto y estaría mal en términos científicos y sin embargo, hay una puesta artística. Me interesa lo que propone el traductor. Sí, todo eso está puesto en discusión en Desertar

Hay una afirmación tuya en el libro que, en la marea de la conversación, queda un poco suspendida o no desarrollada pero que me resulta sumamente interesante: “Escribir para mí siempre es enterrar algo, hacer un duelo, despedirse”, dices. ¿Podrías comentar un poco esa observación tuya? 

Qué bueno que te gustó eso. Me conmueve la pregunta, me conmueve eso que dije, o que hago decir a la que hace de mí en Desertar. El libro tiene esa condición, pero creo que es a propósito como un modo de leer para que sigas vos pensando, para que el lector solo complete el sentido un poco elíptico del libro como es toda traducción. Sí tuve esa misma sensación cuando escribí cada uno de mis libros, sobre todo La débil mental pero Precoz también: todos. Escribir es como cavar una fosa, cavar un túnel, cavar un salvoconducto. Escribir tiene que ver con cavar y excavar algo, con ir a buscar algo allí. Cavar siempre está asociado con cavar fosas comunes, los muertos. También escribir tiene que ver con esconder algo. Todo escritor que escribe sobre su madre o sobre su padre, sobre la muerte, sobre el deseo, sobre el amor perdido, está escondiendo algo y está cavando algo allí. Todas son figuras poéticas de lo que me parece que es la escritura: ir al misterio.   

Dices, en otra parte: “Escribir es siempre escribir en una lengua desconocida. Cuando escribo estoy haciendo todo esto que se le adjudica en general a un traductor; versionar, interpretar, hacer sonar en otra melodía. Escribir es traducir de una lengua conocida a otra misteriosa, del castellano al castellano, del francés aporteñado al castellano afrancesado”. Si es así, ¿un escritor es siempre también un traductor? ¿Qué es lo que traduce? ¿Cuál es, por así decirlo, la materia original, el texto o la lengua original, o, como dices tú, “la lengua conocida”? 

Esta pregunta es el corazón de las tinieblas, es el corazón de las tinieblas del libro, su materia, el centro neurálgico. Ya está todo escrito y muy dicho. Los escritores son traductores y los traductores son escritores. Hasta qué punto un traductor es escritor y en qué medida y por qué un escritor es un traductor. Hasta que punto el arte todo, no es el arte de la traducción. Pienso también en los pintores, en los cineastas, en los músicos: cada uno en su lenguaje, en su disciplina. Yo siempre tuve esa consciencia, ese sentimiento vital desde la primer línea, de que estaba traduciendo. ¿Traduciendo qué? Traduciendo una visión de un lenguaje a otro, del cine al teatro, del teatro a la literatura, de los pensamientos e imágenes, a la palabra. Siempre está ese acto de trasgresión que es traducir, como te decía de una lengua a otra, pero también traduzco un sueño, un sentimiento, un deseo. Escribir es un acto físico de traducir. Y además está el juego de las lenguas y los idiomas. Se me ocurre una palabra en alemán, en hebreo o en inglés… se me ocurre una palabra del siglo XIX que leí, que escuché, que aprendí, se me ocurre algo en un dialecto en un argó, en un modo lunfardo y lo traduzco a otra forma de escritura. Todos esos niveles son traducciones. No existe la literatura sin la traducción.   

Se han leído tus novelas Mátate, amor, La débil mental y Precoz como una trilogía, porque en las tres tratas las relaciones madre-hijo, en las diferentes edades de los hijos. ¿Las concebiste como una trilogía o el tema se te fue imponiendo? ¿El lector debería (o podría) considerar unas en relación con las demás, como parte de un conjunto? 

Se han leído, se han pensado en las críticas y en las reseñas. Se ha puesto forzosamente como una trilogía y no estoy en desacuerdo con eso. Yo que suelo ser tan crítica, no estoy en desacuerdo con esa exégesis, con esa lectura posterior, siempre una lectura es después de la cosa parida que ya está en el mundo. Por eso hay una radical diferencia entre esa lectura posterior y el momento de construir, de armar, de crear. Yo de verdad cuando las estaba construyendo no me di cuenta de que había una relación. Por allí que eso fue bueno, esa especie de ignorancia. Yo en verdad no me di cuenta de Matáte, amor a La débil mental y de La débil mental a Precoz, no me di cuenta que se podía formar un lazo, como siempre digo, un portarretrato de primos, tíos como de la familia que va llegando a Navidad a festejar y hay primos lejanos, tíos lejanos, primos segundos, toda esa especie de retrato familiar que tiene esa familiaridad pero no es tan cercana, esa filiación sin un vínculo tan estrecho. Es cierto. Yo escribí, y no me di cuenta. Es verdad que las tres son muy breves, tratan sobre los mismos temas e incluso son los mismos paisajes y es como si se moviera la cámara. Yo no me di cuenta, pero después, cuando me lo dijeron, dije: sí, sí, sí, es cierto. Es como una gran casa con cuartos distintos y mis tres novelas son como un recorrido por esos cuartos. Eso es lo imprevisible de la escritura.  

En Mátate, amor, la primera de tus novelas, en la que el hijo es un bebé, pones en primer plano un lado, digamos, oscuro de la maternidad, oscuro no por desconocido sino por no confrontado, el que tiene que ver con el desgaste emocional de las mujeres. La madre “deja” de ser una persona para atender a otro (su hijo). Dice la narradora: “Y yo soy una mujer que se dejó estar y tiene caries y ya no lee”. ¿Es por eso que la protagonista ve muerte en los animales, las plantas, y hasta en el fuego, la alfombra, las cortinas, como un memento mori en cada lugar que mira? ¿Ves una conexión perturbadora entre nacimiento/maternidad, por un lado, y muerte, por otro? 

Todo el arte, toda mi escritura está guiada por la muerte, por el memento mori, por la pulsión de muerte psicoanalítica, desde los griegos. Y ya sabemos que no hay nada que esté desligado de la muerte, y del vértigo de la muerte y menos en el arte. Eso hace que vea la muerte en la alfombra, en el paragüero, en los árboles. En cada objeto. Sí hay un capítulo de Mátate, amor, tal cual, que la protagonista ve la muerte en cada cosa, como la naturaleza muerta de la pintura. En Cézanne estas naranjas esas frutas allí quietas. Siempre me conmovió mucho la naturaleza muerta cuando pintan un jarrón, un vaso, unas manzanas a lo Cézanne, es como si allí estuviera condensado el tiempo: una tarde, un siglo, una familia, una generación. El personaje tiene esas visiones casi pictóricas. Respecto a la maternidad, siempre digo que mis libros no son sobre maternidad, son justamente sobre la vida y la muerte. La maternidad es un aspecto y un espectro del amor. Pero en la maternidad, y estoy diciendo obviedades, cabe el deseo, el sexo, la violencia, el odio, el romanticismo, la decepción, la enfermedad. La maternidad es uno de los modos del amor. Siempre se habla de la maternidad en términos convencionales. Yo lo que trato de hacer cuando escribo como en La débil mental y por supuesto en Precoz, es sacarle toda la convención al vínculo y dejar solamente a una madre y a un hijo despojados de esa convención; sacarle todo lo que recubre a ese lazo. Son simplemente una madre y un hijo. Por eso siempre son personajes marginales.  

Esta desmitificación de la maternidad y de la vida familiar es muy provocativa: ¿escogiste un escenario bucólico como el de la novela (¡la voz narrativa alude a Heidi!) con la cabaña en el bosque, los ciervos, la suegra que prepara mermeladas, para hacer más agudo el contraste con esa corriente semioculta de crueldad que pasa por debajo de todo lo demás? ¿Hay también en eso, tal vez, una alusión a esta vida contemporánea de las redes sociales, en la que cada persona crea su personaje público, un relato rosa y hermoso de su vida, que parece ocultar otro, más real, casi siempre menos feliz o incluso turbio? 

Sí, hay algo de Heidi [aquí Ariana se toma unos segundos para cantar la canción de la serie]. Nosotras somos de esa generación. Yo me crie viendo a Heidi y esas praderas y esas cabritas y ese abuelo. Y yo cuando me fui a vivir a Francia, hace quince años, viví mucho tiempo y ahora también, en el campo. Entonces esa observación de los animales, de lo bucólico, de las chimeneas con humo, de los hogares, de la nieve, de los ciervos, de todos los bicheríos, de la leña de las huertas, para mí era absolutamente nuevo, surreal. Esa es la matriz de mis novelas. Y es cierto que no fue premeditado, pero exalta lo que mencionas de la vida familiar, el portarretrato de la vida familiar: todos los niños abajo, como Las Meninas de Velázquez, como la foto oficial del Rey de España, con los hijos y nietos, y el contraste con la ferocidad de las relaciones, con lo que ocurre. Es que ocurre de todo: madres golpeadas por sus hijos, madres asesinas de sus hijos, y en el medio todas las ambigüedades que pueden existir en la condición humana. Siempre que escribo es eso: voy al mismo cuarto del misterio de las relaciones humanas y lo escribo. El campo me sirvió. La analogía con la comparación con las redes me parece buena. Esa gran mentira. Las redes sociales que no son sociales, que nos vuelven adictos, enfermos, ansiosos y deprimidos.  

Hay un mecanismo de reacciones complejas e inesperadas en la conducta de tus personajes. En Mátate, amor, por ejemplo, la mujer que besa a la amante de su marido en lugar de hostigarla o rechazarla. En Precoz, la madre que quiere que su hijo no se salve y no llegue a la isla. Sospecho que no es un simple juego con las expectativas del lector, sino una observación sobre los impulsos del subconsciente, en personajes que no reprimen el tipo de pulsión que, en verdad, cualquiera podría tener en cualquier momento, como si los personajes fueran nuestro lado oscuro, pero real. ¿Tú lo ves así? 

La pregunta es muy interesante porque con eso trabaja la dramaturgia y el arte y la escritura y el arte, como esos mecanismos dislocados, contradictorios, e imposibles de dislocar de explosiones de sentido qué vos decís: ¿pero cómo vas a besar a la amante de tu marido?, ¿o cómo vas a decir -porque el personaje lo ama- que quieres que no llegue a la isla a salvarse, y que se quede nadando eternamente? Así, son esas especies de eclosiones y explosiones, como te decía parecerían inconcebibles, pero sí, más allá de desmitificar yo no lo hice de manera consciente. Yo no me planteo directivas ideológicas o políticas, pero es cierto que los personajes transitan lo inconcebible, cómo una cosa si la otra. Eso es exactamente lo que es el ser humano. ¿Cómo puede ser que un hombre tan bueno, tan buen padre, tan buen vecino sea a su vez un tirano, un violador? Repito: escribir es trabajar con los binomios opuestos inconcebibles, cómo una madre que ama a su hijo, pero que a la vez le desea lo peor, o no verlo más, o acaso que muera, y lo mismo en el amor. Me parece que es la forma más excitante de trabajar los personajes, nunca desde los lineamientos de conductas esperables. 

Sin querer reducir una ficción a los dictados de una teoría, uno entrevé un elemento psicoanalítico en tus novelas: ¿es algo que tiene que ver con tu formación, tu background, tu experiencia, algo que tienes en mente cuando escribes, o es solo una coincidencia (o una cosa que yo creo ver pero que no está allí)? (Me resulta difícil leer tus libros sin pensar en cosas como tabú, represión, inconsciente, el regreso de lo reprimido, etc.). 

Está en mi background, está en mí, en casi todos los que pertenecen a una cierta clase en un país, en un momento histórico. Quiera uno o no, uno está pensando con el psicoanálisis. Haya leído a Lacán o Freud, o no, los leyó en los otros escritos. Eso es la cultura. Dicho eso, yo trato, al revés, de deshacerme conscientemente de las categorías estas que mencionas: transferencia, incesto, represión, simbiosis, etc. Siempre, siempre, siempre, tratar de hacer un esfuerzo por sacar estas categorías que no sirven de nada, que obstruyen la escritura y que no pueden sino entorpecerla y empobrecerla. Nunca se me ocurriría pensar en la literatura en un personaje a partir de las tipologías, o determinados tics o categorías patológicas.  

Hay un deseo cruel de muchos de tus protagonistas de producir dolor, sufrimiento. Por ejemplo, en Mátate, amor, cuando el personaje deja un muñeco con forma de bebé en el carro con las ventanas cerradas para que los demás crean que se está asfixiando, o cuando la madre dispara contra el perro de la familia. Ese deseo, que más que una forma elemental de masoquismo parece una pulsión destructiva y cruel, pero a la vez liberadora, crece en Precoz, cuando la madre maneja con los ojos cerrados ¿Tenías la intención de hacer ese crecendo del horror, de lo perturbador, en esto libros, o fue apareciendo poco a poco, como si cada libro nuevo te llevara a explorar un poco más allá?  

Esto que evocas son momentos muy buenos, como manejar con los ojos cerrados o, como hipótesis, porque no lo hace en la práctica, dejar un muñeco en el auto para que los demás piensen que es un bebé. Me hacen acordar al teatro de la crueldad de Antoin Artaud. Tiene que ver con lo borderline, con los bordes del amor, los bordes de la crueldad, con todo lo que es el registro del borde. Los personajes todo el tiempo están transitando por allí. Están, como vos mencionás bien, haciendo experimentos consigo mismos. Y esto me hace acordar a los personajes de Ágota Kristóf, los hermanos gemelos mellizos del Cuaderno negro, que están siempre haciendo ejercicios del extremo y tiene que ver con una escalada del dolor que los lleva cada vez más al límite.   

Precoz tiene un ritmo y una velocidad de huracán. El lector ve y recuerda ciertas imágenes, pero no sabe o no recuerda cómo los personajes llegaron hasta cada circunstancia. Por ejemplo, yo recuerdo la escena del supermercado, de las casas de indocumentados, la reunión de padres del colegio donde el hijo casi no asiste. De pronto la isla al final, regresando a la naturaleza, con los protagonistas comportándose como animales. Parece extraño pero en gran medida esa es la manera en que una recuerda muchas instancias de su vida. ¿Esa era tu intención?  

Sí, ojalá hubiera logrado esa impronta, ese ritmo tal cual, del recuerdo, del recordar de la vida, esos flashes, esa aparente conexión y desconexión entre momentos, como viajes fuera del tiempo. Tiene algo de ese uso de la memoria, escribir. Escribir es eso, y me parece que en Precoz se lleva al extremo, está bueno lo que decís. Tiene algo que mis novelas de ese tipo de construcción, tiene la forma de como cuando uno recuerda: con ese mismo caos. 

La novela Degenerado es por decir lo menos muy impactante. Para mí el punto central es: ¿cuál es el marco moral o ético de un mundo en el que se acusa a alguien de un delito, y se construye un espectáculo de la acusación, a la vez que se pasa por alto la realidad de que ese mismo mundo está plagado de ataques terroristas, centros comerciales construidos sobre fosas comunes y vestigios de campos de concentración? ¿Eso es para ti una parte fundamental de la novela?

Qué deprimente todo ¿no? No lo digo yo, lo dicen muchos filósofos, políticos, ensayistas, gente que está pensando de verdad. Cada vez más la cultura del espectáculo, del horror del capitalismo, esto de la acusación, del horror, que está tan de moda ahora en todos los países, y no es exclusivo de Occidente. Y sin pruebas, sin pruebas. Yo estoy de acuerdo con el escrache y la justicia social pero muchas veces llegas a estos excesos que se están haciendo sistema, y no excepción, sistema: acuso y destruyo. También muchas veces hay acusaciones que son legítimas y otras que son para destruir, que son ajustes de cuentas. Entonces se arman como tribunales de guerra, entre vecinos, tribunales estalinistas como los de las resistencias de la liberación donde se acusa y se destruye sin ningún tipo de pruebas. Eso tal cual, esa especie de pseudo justicia que en una cultura de masas y en una cultura perversa y cínica y construida sobre la muerte es lo que existe. El show sobre los campos de concentración como vos decís, y sobre las fosas comunes y no veo ningún tipo de solución.   

¿Ves en nuestra época una especie de espectacularización de ciertos delitos, de ciertos crímenes, que acaba funcionando, voluntaria o involuntariamente, como un velo que encubre otros delitos y otros crímenes o por lo menos los aleja de nuestra atención?  

No lo veo solo yo. Un delito menor a veces se monta y tapa y a veces ése es el sistema y el espectáculo. Y ahora el terrible aprovechamiento del mercado de la industria. Ahora que no se vende ningún libro, que hasta los best sellers cayeron: armar una industria del ajusticiamiento para vender ¿no? Sí, por su puesto que sí. Delitos menores, absolutamente menores que merecen ser castigados, encubriéndose, usándose de pantalla para los grandes delitos y no hay manera que no sea así. Llevado al extremo todos somos culpables porque tenemos un Iphone o un Samsung o un Huawei o un teléfono Android que está hecho por chicos, o como las remeras hechas en los talleres clandestinos de niños en Bielorrusia, en Bangladesh, en la India.  

Los padres del acusado, en Degenerado, son una familia judía disfuncional que trató muy mal a su hijo, ahora convertido en un adulto acusado de pederasta. La mayoría de las representaciones de la familia judía comienzan por el patriarca moralista y la híper protectora yidishe mome. En la novela ese estereotipo está invertido. Pero en tus novelas muchos estereotipos están invertidos, ¿o hubo un interés especial de tu parte de colocar esto dentro del contexto familiar judío? 

No me queda claro ni a mí misma. Y quizá con el tiempo las obras comienzan a salir de esta bruma, de una bruma necesaria cuando uno escribe, de no entender del todo cosas que después entiende, como una nube tóxica. No es programático la inversión de roles, de lugares comunes, como por ejemplo la madre protectora en el judaísmo o el padre moralista o patriarcal o protector… la ley del padre. No fue mi intensión, pero, así como fue creada la historia, en un contexto de guerra, sí ocurrió. Y la guerra es el gran escenario donde se invierten todos lo roles. Si en algún momento se invierten todos los roles es en la guerra. Se usó esa excusa filosófica que es la guerra para invertirlo todo.  

En todas tus novelas, se habla desde el “yo”. Si bien hay miradas intermitentes de otros protagonistas, prevalece el yo. ¿Cuál es tu intención? ¿El sello de tu ficción es el de crear un vínculo entre ese “yo” y el lector? ¿Convertir el texto en una especie de confesión? 

Es cierto, me gusta mucho el yo. Un psicoanalista podría analizar mucho el por qué. El “yo” es la primera ficción, la primer gran mentira: ¿qué es el yo? Yo, ese otro como decía Rimbaud, ése ajeno. Decir “Yo”, ya es la primera de las ficciones. Pero es cierto que me encantan las confesiones: las Confesiones de San Agustín, las de Rousseau. No lo pienso como autoficción, ni como autobiografía, ni como solipsismo, como se dice. Me gusta la fuerza que tiene la mente poderosa de un personaje: llevarla al extremo. Radicalizar la subjetividad de un personaje y ver qué pasa con eso, como hipótesis, como extremo más absoluto. Me gusta esa conexión, ese puente, entre un personaje y el lector, y que ese personaje sea una topadora.   

¿Hay un punto o un umbral de autocensura en tu escritura? ¿Hay un punto en el que te digas “esto es demasiado, esto no lo puedo poner”? ¿O crees de manera radical en la libertad creativa sin limitaciones? Quiero conectar esto con mi primera pregunta: la vanguardia se levantó contra un muro de represiones sociales muy fuerte, el de principios del siglo veinte, contra fascismos y totalitarismos. Hoy parecemos entrar en otro periodo puritano: ¿crees que eso sea de alguna manera un incentivo para una literatura más “incorrecta” y contestataria, más liberadora, por oposición? 

Sí, por su puesto que estamos entrando o ya entramos de lleno a una era más puritana, falsamente puritana o neopuritana que no tiene que ver con un puritanismo a la antigua de sglos pasados. Siempre hubo alternancia entre puritanismo y libertinaje: puritanismo/libertinaje; pero bueno, un puritanismo que era católico o protestante o de todos los cristianismos. La Iglesia era la represión, la moderación, lo cauto, el pudor. Ahora no tiene que ver con eso. Ahora tomó la forma de censura. Y sí, ese caldo de cultivo ideológico invita de manera urgente a que el arte reaccione y conteste. El arte debería salir a quemar todo. Esa debería ser la respuesta del arte al neopuritanismo o la cancelación.

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