"Tal vez Lowry descubrió que México... era el laberinto que lo atraparía sin darle tregua, sin permitirle la redención del amor o la esperanza, como a Dante, pero que era la suma de un viaje hacia el futuro... Quizá sería el futuro de un país entero, si es que los países, además de pasado, pueden tener futuro".
Texto a partir de Ni siquiera los muertos, de Juan Gómez Bárcena (Sexto Piso, 2020).
En México, pues de México se trata, no hay arte,
y las cosas sirven. Y el mundo está en perpetua exaltación.
Antonin Artaud
I
El viaje al norte parece siempre un viaje de ida; en cambio, el viaje al sur, me decía, parece siempre un regreso.
No estoy seguro de que esa idea sea justa, o convincente, si la sometemos a una generalidad. Quizá nada perviva si se somete a la generalidad. Creo, sin embargo, que para mí, para aquella conversación, era válida. No deja de sorprenderme que una idea pueda ser exacta, aunque sea en un único contexto preciso, en un momento y en unas coordenadas determinadas, como si un puñado de palabras tuviera la facultad de ordenar de golpe el turbio fluir de la emoción. Y luego esas palabras, incapaces de nada más, se desvanecen como un aliento sin fuerza.
Luego las direcciones pierden sentido, las orientaciones cardinales tienen una especie de superyó, decía el viejo, siempre hay otro norte, siempre estamos en el sur de alguien más. Le reclamé el desliz freudiano, sentía que se me escapaba la seriedad del asunto, le dije, pero no me escuchaba, o hacía como que no me escuchaba, o fingía que el concepto soltado así, sin más, tenía consistencia y que, en efecto, había un mapa superior encima de nuestro mapa personal (o que los mapas personales subyacen a los mapas más amplios, políticos, orográficos, por donde nos movemos; me gusta más esta idea, me parece más honesta), por lo que de alguna manera el reconocimiento de aquella instancia (ese mapa moral, decía, impuesto) tenía que ver con la incapacidad para viajar de verdad, para realmente trasladarse y hacer del viaje algo más que turismo o mero desplazamiento corporal. Ahora pienso que se refería a lo contrario: siempre estamos viajando, en alguna medida, porque el desfase entre esos dos mapas, entre nosotros y el tiempo, está por encima de cualquier cordialidad con el espacio.
Fue una llamada telefónica aquella conversación. Hacía años que no nos veíamos, quizá desde que cumplí los doce o trece años, cuando él seguía siendo amigo de mis padres y todavía ejercía de clérigo. Luego desapareció, o eso es lo que a mí me explicaron cuando dejó de estar presente en las celebraciones familiares, o cuando mi madre dejó de acudir a la iglesia donde él acostumbraba ejercer las labores de su oficio. Recurro a la palabra clérigo especialmente porque es la que él usaba: decía Soy clérigo, cuando vestido de civil, sin ninguna indumentaria típica de sus ministerios, alguien le preguntaba por su profesión. Soy clérigo, decía. Me lo explicó durante aquella llamada telefónica, años después de la última vez que lo vi: había publicado un libro, se lo pagó él mismo y lo regalaba casi siempre, aunque recuerdo a mi madre y a mi padre ayudándole a vender ejemplares sin saber todavía que años después harían lo mismo por mí; yo tenía dieciséis años entonces, durante aquella llamada, cuando el clérigo hablaba de los viajes, de la etimología, de lo que hacen unos cuantos, de Freud, tal vez, y de tantas otras cosas que no entendí entonces y que oscurecieron aún más el verdadero mensaje: ahora, o desde hace tiempo, entiendo que aquella comunicación fue una especie de despedida.
Decía que era clérigo porque la etimología le parecía algo más contundente, lo anclaba a la idea de la tierra en un sentido literal, a la idea de una porción de tierra. Como la del sepulcro, decía. Aceptaba que le llamaran «cura», porque algo de relación veía en ambos términos. El trabajo y la tierra están ligados, me decía. Nunca aceptó el término «sacerdote», mucho menos el de «padre».
Casi no lo recuerdo, o quizá mi recuerdo de él se detuvo en las fotografías familiares. Años después, en el San Remo, un par de amigos hablaban de un hombre que enseñaba filosofía en el bachillerato en el que estudiaron. Para entonces ya estábamos terminando la universidad y, durante aquella noche, mientras recordaban las clases de filosofía, uno de los dos soltó como rumor que el profesor aquel había sido cura, que había renunciado al oficio o que había sido expulsado, eso no lo sabía, pero que había vivido en Italia durante su formación, que se llama de tal o cual forma y que, según sabía, ya no trabajaba en aquella escuela tampoco. El nombre me despertó alguna memoria, pregunté el apellido y me miraron extrañados, como si pudiera adivinarles el pasado.
Sin estar seguros, si saber con certeza que se trataba del mismo individuo, aquella noche, en el San Remo, terminamos de inventarle una historia. Creo que eso era lo que queríamos hacer ya desde entonces, como si se tratara de un deber o de algo parecido a una vocación: evocar esos vacíos en la historia ajena (más tarde nos daríamos cuenta de que se trataba de los vacíos de nuestra propia historia) y deducir, o inducir, aquello que hacía falta.
Todo se atropellaba en la borrachera, en el misterio del hallazgo, y al principio hablamos de la teología de la liberación (ese oxímoron), de las guerrillas en el norte, de los jesuitas expulsados en la época de la colonia, de las misiones perdidas en mitad del desierto, de la aniquilación de los yaquis y lo seris durante los virreinatos, durante la Revolución, durante el gobierno de Álvaro Obregón y los bombardeos aéreos en la Sierra Madre. En todos los casos, de una forma u otra, yo lo veía al clérigo como una figura que cruzaba los mapas y, en ellos, los tiempos. Algo así como esos testigos que no saben que son los protagonistas.
Quizá es una condición de los ausentes: semejante a los fantasmas que atraviesan muros, los ausentes atraviesan paredes de tiempo y, como los fantasmas, los ausentes solo existen para quienes los recuerdan, o para quienes siguen creyendo en ellos.
II
El problema de la memoria es la reescritura. Pulir una palabra, como si fuera una piedra, hasta dejarla vacía. Entonces imaginamos, porque el vacío, cómo negarlo, nos incomoda, o al menos yo todavía no he comprendido si es posible habitar lo vacío, o dejarlo estar, en su quietud, no interrumpir lo impoluto de su naturaleza, si es que tiene algún tipo de naturaleza el vacío. Entonces es que seguimos imaginado, y el clérigo, cuya historia seguramente es otra, avanza en ese recuerdo creado hacia lugares y tiempos que no le corresponden. Sin embargo, siempre lo rodeaba el desierto, la sierra, un aire violento, los pueblos abandonados o a punto de ser abandonados o esos pueblos escondidos en medio de la nada con la esperanza de que nadie llegue nunca a perturbar su silencio, su cotidianidad, esas aldeas móviles que se van mudando de un lugar recóndito a otro huyendo de cualquier futuro que los persiga.
Por eso, cuando a principios del año 2020 recibí Ni siquiera los muertos, del escritor Juan Gómez Bárcena, la novela me regresó a la memoria las palabras de aquel clérigo: un viaje hacia el norte se experimenta como un viaje al futuro. O hacía un futuro. Y no solo sus palabras, sino las decenas de biografías que le inventamos aquella noche en el San Remo, ante la posibilidad de una coincidencia que nunca nos decidimos a corroborar, aunque sabemos que su ocurrencia es lo más probable.
En mitad de la lectura pensé en Malcolm Lowry, que en 1947 publicó Bajo el volcán. Pensé en Geoffrey Firmin, el antiguo cónsul británico en México que, entre el alcohol y la locura, no logró salir nunca del infierno. Se cuenta que el plan original de Lowry era la escritura de un tríptico cuyo trasfondo era La Comedia de Dante: Bajo el volcán habría sido la parte correspondiente al infierno, pero no apareció después ni el purgatorio ni el paraíso. Y no es porque la extensa novela, llevada al cine por John Huston, contenga las tres estancias del viaje, sino, tal vez, porque el viejo ex cónsul no logró nunca, a diferencia de Dante, salir de los círculos de su infierno.
Tal vez Lowry descubrió que México, o que el México que experimenta Geoffrey Firmin, era el laberinto que lo atraparía sin darle tregua, sin permitirle la redención del amor o la esperanza, como a Dante, pero que, en todo caso, era la suma de un viaje hacia el futuro. No sería, sin embargo, el futuro de Firmin, tampoco el de Lowry. Quizá sería el futuro de un país entero, si es que los países, además de pasado, pueden tener futuro.
Podría estar exagerando, dejándome llevar por la conjunción del recuerdo de un hombre que era al mismo tiempo un clérigo y un prófugo de la iglesia, y la lectura de una novela en la que un hombre que se llama Juan persigue a otro que también se llama Juan a lo largo de un país que no es el que ninguno de los dos cree que debe ser. Nunca los países son lo que uno cree que deben ser. En un par de llamadas telefónicas, tratando de establecer la dimensión de ese vínculo entre el libro que leía y el libro que recordaba, conversé sobre la novela de Lowry y el asunto fue derivando hacia esos otros libros, escritos por autores no mexicanos, pero que suceden en México, que tratan asuntos que podríamos considerar «mexicanos», y que, en algunos casos, fueron escritos o gestados en México. Unas semanas antes había escuchado a Rodrigo Fresán decir que probablemente México sea el país sobre el que más autores extranjeros han escrito. Él mismo escribió una novela, Mantra, que se publicó en 2001, y que recorre una suerte de fantasmagoría cultural del México de los años noventa, un melodrama o una telenovela novelada, dicho en el mejor sentido posible.
En aquella conversación, ya no recuerdo con quién, pero era una de esas llamadas por teléfono que parecen caminatas o que quizá uno hace mientras camina, por la casa o por la calle, y por tanto se tiene la sensación de que lo que se discute tiene que ver con los objetos que se atraviesan en el camino, las voces que se cruzan, como si surcaran tiempos diversos, como si la conversación, que ya se ha establecido en la lejanía a través de los circuitos y los satélites, también se incendiara con los elementos del paseo o de la errancia o del conjunto habitacional que lo rodea a uno en medio de la llamada, y en esa conversación, digo, mientras pensaba en el viaje de Juan, el personaje de la novela de Juan Gómez Bárcena, yo escuchaba o recordaba, por ejemplo, que en la escuela primaria nos enseñan que México tiene la forma de un cuerno de la abundancia, pero dicho así, en voz alta, parecía más que ridícula la comparación: yo decía que aquello era imposible, que cuerno tal vez, pero abundancia no. Siempre me costó ver la imagen, adaptarla al contorno del mapa. O bien, lo que cuesta, me decían en aquella conversación, es la idea de la abundancia, muy mal entendida en la mayor parte de realidades mexicanas.
Quizá ahí está la primera conclusión de todo esto: la cantidad angustiante, y vibrante, de realidades, de capas de variada experiencia, como mundos diferentes que conviven a veces sin tocarse, sin saber unos de otros y que, en un momento, colapsan, se encuentran, y ese encuentro es violento y revelador: un abrirse los ojos, un derrumbe. O tal vez no la cantidad, a fin de cuentas creo que no podríamos vivir sin esas variantes, sino más bien la violencia que circula entre esas realidades, que las atraviesa como si fueran planos unidos por la trayectoria, por el eco, de un disparo. Pero, ¿no son así todos los países?
En otra caminata, años antes, desde el barrio de Gracia hasta la Gran Vía, Jorge Larrosa me dijo que el único país posible es el que no existe. Cada vez que recuerdo ese paseo, en las diferentes etapas, en cada uno de los cruces de calles, plazas, avenidas, lo único que le escucho decir a Jorge son esas palabras, todo lo demás se ha borrado: El único país posible es el que no existe. A veces creo que tal vez, desde entonces, hace unos ocho años, de tanto repasar aquellas palabras, de tanto pulirlas con el recuerdo, me las he inventado yo, y que Jorge hablaba de cualquier otra cosa que nada tiene que ver con lo que ahora estoy pensando y que me lleva al comienzo del viaje hacia la novela de Juan. Juan el autor. O Juan el personaje. O el padrecito Juan, el otro personaje.
Vuelvo a pensar en el clérigo. En esa dualidad que, me parece, puede encontrarse, le decía yo a Jorge o a Frank, caminando o hablando por teléfono, en otra de las novelas escritas sobre México, muy contemporánea a la de Fresán, Los detectives salvajes, de Bolaño, y que tal vez, le decía yo a alguien, pueda leerse, en la multiplicidad de interpretaciones que los libros de esa naturaleza permiten, o exigen, como una inversión del relato dantesco, porque acaso Bolaño pensaba en Dante como Lowry pensaba en Dante y como tal vez Rulfo pensaba en Dante (y tal vez pensar en Dante sea pensar en el infierno, en el purgatorio), una suerte de hilo genealógico, si cabe, que atraviesa esta extraña tradición de quienes escriben, o escribimos, sobre México: decía yo, entonces, que para García Madero en Los detectives salvajes, la primera parte encarna un paraíso, la entrada a un universo en el que descubrirá la poesía, el sexo, la amistad, la rebeldía; no es difícil entonces encontrar en la tercera parte del libro, la segunda parte del diario del joven aspirante a poeta, el infierno de los desiertos de Sonora, el infierno de la violencia, la sed, la soledad, la muerte; así, esa multitud de voces, de ríos que fluyen contando sus propias historias ante la excusa de la búsqueda de Belano y Lima, es el enorme purgatorio nacional.
Quizá 2666 sea el infierno, en la manera en que Bajo el volcán es el infierno. No por nada la novela de Bolaño abre con el epígrafe de Baudelaire: «Un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento». Quizá por alguna razón semejante, Bolaño citó a Lowry en el epígrafe de Los detectives salvajes: «–¿Quiere usted la salvación de México?¿Quiere que Cristo sea nuestro rey?/–No.» Entonces me levanto y busco en la pequeña estantería el libro de Juan, no el libro del padrecito Juan, esa biblia traducida para los indios, ese libro que es el libro para todos, un libro traducido para que los lectores lo conviertan en cualquier otra cosa, pero una cosa próxima, personal, íntima, como debe hacerse con los libros, creo yo; no ese libro, sino el de Juan Gómez Bárcena, Ni siquiera los muertos, y busco el epígrafe para ver cuál es el encontronazo aquí, cómo entra Juan en el infierno mexicano, en el purgatorio nacional o el ausente paraíso (que siempre está en otro lugar, a veces en el ansiado e imposible norte, es decir, a veces en el futuro), y encuentro que hay dos epígrafes que transcribo aquí, consecutivamente:
«El Mesías viene no solo como Redentor, sino también como vencedor del Anticristo. Solo tiene derecho a encender en el pasado la chispa de la esperanza aquel historiador traspasado por la idea de que ni siquiera los muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y ese enemigo no ha dejado de vencer.» Walter Benjamin
«El mundo es un lugar feroz y despiadado. Creemos que somos civilizados, pero en realidad el mundo es cruel y las personas desalmadas; te muestran una cara amable, pero realmente quieren acabar contigo. Tienes que saber cómo defenderte. Las personas son malas y desagradables, y tratarán de hacerte daño para pasar el rato. Los leones de la selva solo matan en busca de alimento, pero los hombres lo hacen por diversión. Incluso tus amigos quieren destrozarte: quieren tu trabajo, tu casa, tu dinero, tu esposa y hasta tu puerro. Y esos son tus amigos, ¡tus enemigos son incluso peores!» Donald Trump
Entonces me doy cuenta de que el rasgo persiste: en Bernardino de Sahagún, en Bartolomé de las Casas, en Bernal Díaz del Castillo, el infierno de México; en Frances Erskine Inglis, en Alexander Von Humboldt, en Isidore Löwenstern, el purgatorio nacional. También en Ni siquiera los muertos los epígrafes anuncian esa mexicanidad dantesca: creo que la cita de Benjamin, de alguna manera, y en esos términos místicos, está enunciada en el libro de Malcolm Lowry; y creo que la palabrería de Trump, aunque quizá esto sea reconocerle demasiada labia al expresidente gringo, me diría Frank, esa palabrería, pues, podría estar inscrita en las puertas del infierno como aquellas que Dante y Virgilio leyeron, pero redactadas en un discurso o en un edicto o en un cartel sobre la línea fronteriza que divide a los países y que los migrantes, mexicanos, salvadoreños, hondureños, haitianos, etc., leen sobre el muro o sobre el río. Así, la pregunta sobre por qué tantos autores extranjeros han escrito libros sobre México se potencia, le digo a Frank, o a Jorge, o a Iliana Cervantes, mientras hacemos una lista de nombres en la que aparecen B. Traven, D.H. Lawrence, Kerouac y el rastro de los beatniks por la costa del Pacífico, o Aldous Huxley metiéndose LSD en los rincones de un rancho al pie de la Rumorosa, en Tecate, o Antonin Artaud, descubriendo la locura y la crueldad y caminando la sierra Tarahumara, hasta William Burroughs, que mató a Joan Vollmer en un bar de la calle Monterrey, en la Ciudad de México.
III
Decido escribirle a Juan para expandir la conversación, para que me responda un par de preguntas al menos, pero Juan tarda mucho en responder, y no me queda otro remedio que inventarme sus palabras. Inventarme, por ejemplo, que me dice que son dos los elementos primordiales de Ni siquiera los muertos: primero, el libro traducido, esa biblia que Juan, el personaje, el padrecito, el indio rebelde, educado en los conventos, decidió traducir para que los otros indios tuvieran el mismo derecho de malinterpretar las escrituras que el resto de los lectores tiene; segundo, el viaje de Juan, el otro Juan, el otro personaje que es un soldado retirado que vuelve a la carga para perseguir al indio Juan y cuyo viaje, desde el centro, desde lo que supuestamente es «el origen», «el ombligo del mundo», hasta el norte, donde el desierto y la frontera son el único origen y el único destino, se convierte en un viaje a través del tiempo, o a través de los tiempos, desde la colonia del XVII hasta la colonia del XXI.
Escribir sobre un país es inventarlo, me dice Juan. Pero hay una diferencia entre escribir sobre un país y escribir desde un país, le digo. Y Juan responde que tal y como él entiende las cosas, para escribir desde un país es imprescindible no estar ahí, irse, salir de alguna manera de las orillas que lo dibujan. Pero ese irse, dice Juan, no es necesariamente la ausencia física.
El Juan que yo invento para responderme me dijo que desde el primer momento de la escritura del libro había concebido el viaje hacia el norte como un viaje hacia el futuro. Yo le hablé, a ese Juan, del clérigo que conocí hace muchos años y que nunca más volví a ver, y de la insistencia de aquel hombre por usar el término preciso, el nombre como una atadura, como un clavo encajado en la tierra, Como en el sepulcro, le dije que me decía el clérigo. Y Juan estaba de acuerdo con él, sin conocerlo, sin haber escuchado ninguna otra noticia de él, y además me dijo, Juan, que tanto el indio Juan como el soldado Juan descubren, a lo largo del viaje, que justamente el futuro es esa esperanza que hierve en el horizonte, pero que solamente se ofrece a los viajeros como el resultado de una quemadura severa, como la revelación que incendia, como el sepulcro en llamas de los ausentes.
En todo caso, un país es algo que se revela, y en ese momento, en la entrega de sí mismo, deja de existir en la certeza (imposible) de la Historia para existir en la novela como un personaje que al viajar se desdobla, se atraviesa a sí mismo y, trasmutado en lenguaje, nos ahoga o nos quita la sed.
Lo último que pensé, después de todo esto, es que de las tres novelas de Juan Gómez Bárcena publicadas hasta ahora, ni una sola sucede en los territorios de su crianza. Hace unos años, caminando por una ciudad que seguramente no existe, o que existe porque la recuerdo de muchas formas, Juan y yo hablamos sobre algunas cosas que estábamos escribiendo. En aquel momento, en mitad de ciertos vientos y temblores que cada uno iba experimentando en sus respectivas latitudes, conversamos de esos libros que nos perseguían desde algún tiempo atrás y que, aún no podíamos saberlo, hoy no han logrado revelarse del todo. Me habló de un libro extenso, de márgenes anotados, de fechas y superposiciones temporales. Yo le hablé de un libro extenso, todo margen, sin fechas y sin tiempo. Él me explicó que quería escribir sobre las formas en que las épocas cambian todo lo que hacemos, desde lo más cotidiano hasta lo más excepcional. Yo le dije que estaba escribiendo sobre la ausencia, y que creo que hay algo que nos sobrevive. En eso estamos de acuerdo. Pero sin misticismos ni añoranzas. Algo nos sobrevive. Porque en el fondo, le decía yo a Juan, aunque escribas sobre un país, escribes desde otro. Nuestro mapa, nuestro norte, dijo Juan, subyace a otros mapas y a otros nortes. Lo mismo pasa con nuestro futuro.
ENSAYO
Escribir desde un país
Por Eduardo Ruiz Sosa / Publicado en Marzo, 2021